Capítulo 53 | Alma sacrificada [Parte 1]

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Los ojos de Carter fueron como dos lunas llenas una noche de Halloween. Él pestañeó un par de veces antes de bajar la mirada a nuestros cuerpos unidos y la cabeza del cuchillo fuera de su estómago. Mis labios temblaron cuando él elevó la mirada y la superioridad que bailaba en sus ojos desapareció. Carter arrastró su cuerpo lejos del cuchillo. Mis manos sintieron la carne desgarrarse y la sangre gotear del filo.

Miré mis manos y la sangre que las cubría. Mi corazón palpitó tan rápido como el correr de un felino o los golpes implacables de un boxeador. La sangre en mis venas se heló por completo, cuando observé el cuerpo de mi hermano retroceder y sujetarse del filo del mesón. Él pulsó la herida en su estómago y elevó la mano teñida de sangre. El cuchillo continuaba pendiendo de mi mano derecha, cuando él se debilitó y cayó.
La sangre manaba de la herida, su respiración se entrecortó y sus ojos se achicaron. No estaba muriendo, no podía morir. ¡Era mi hermano! ¡Mi estúpido hermano! Con el cuchillo aun en mi mano, lancé mis rodillas al suelo y reposé el trasero sobre los zapatos. Reposé las manos en los muslos, confundido, aturdido. No entendía del todo qué sucedía. Carter y yo peleando. Un cuchillo. El filo encajándose en su carne.
Todo era demasiado utópico para imaginarlo. Yo jamás lastimaría a mi hermano. Esa fue una promesa que le hice a papá cuando éramos niños, cuando lo llevaron de regreso a la casa después de golpearlo con una roca por no compartir sus dulces conmigo. Con la herida en el cráneo de Carter, juré sobre la ciénaga de mis lágrimas jamás colocarle una mano encima a mi hermano, a mi sangre, a mi Carter.
Entré en un estado catatónico. No supe de mí por minutos en los cuales mi mente vagó como vagabundo si rumbo. Recordé la niñez, la promesa, la misma sangre en la tosca roca y la sensación tan asquerosa que sentí en la boca del estómago. Maté. Maté muchas personas, pero existía una diferencia palpable entre atentar contra la vida de otra persona y clavar un cuchillo en el terso y blanco estómago de mi hermano, mi sangre.
Me enrosqué como una boa y apreté mi estómago. Las arcadas que sentí al ver la sangre que Carter intentaba detener, lanzaron vómito contra las patas de la mesa. Toqué mi boca con el inverso de la mano y limpié el residuo. Cubrí mi rostro con ambas manos y grité que eso no podía ser cierto. Yo no era un homicida a sangre fría. Yo calculaba mis víctimas, era metódico, no un vulgar asesino psicópata. Para esto estaba Leonard.
Entre las densas tinieblas de mis pensamientos, la entrecortada voz de Carter me regresó al apartamento, a la cocina, al cuchillo ensangrentado junto a mí, a los ojos que me veían como lo último que harían y esos labios agrietados que emulaban una sonrisa torcida que a las chicas les encantaba. Carter recostó su espalda en el mesón y apretó su estómago. La herida yacía al lado izquierdo, más abajo del ombligo. De nuevo sentí el vómito en mi garganta, cuando él la quitó y la sangre salpicó como una fuente.
—Mamá… nunca te… perdonará.
—Yo no… No. —Negué y apreté mi cabeza. Carter cerró un poco los ojos y cayó a un lado, como una torre de dominós tras ser golpeados. Arrastré mis rodillas hasta él y acuné su cuerpo en mi pecho. Era mi hermano quien moría—. Carter, no te vayas.
La sangre aún no llenaba su boca, sus labios aún no se tornaban morados, sus ojos continuaban abiertos y su corazón latiendo. Tenía esperanza de sobrevivir, la tenía. Solo era una herida, algo que con una sutura se arreglaría. Mi hermano necesitaba un doctor con urgencia… pero yo no podía. Era un asesino buscado. Era un prófugo. Yo no podía simplemente salir y pedir ayuda. Tendría que verlo desfallecer entre mis brazos.
—Eres un… asesino —masculló hipando—. Acaba conmigo. Mátame de una vez.
Carter sudaba frío, su mano ensangrentada temblaba y sus labios iniciaron el descenso de color. Perdió demasiada sangre mientras hablábamos. Yo suplanté su mano por la mía. Sentí la vívida, caliente y espesa sangre bañar mis dedos y correr. Solté un sollozo ante la sensación y una lágrima abandonó mi ojo izquierdo. Era la primera vez que lloraba por mi hermano, después de estamparle una roca en el cráneo.
Carter era un idiota, un jodido y maldito idiota, pero fue quien me enseñó que la vida no solo era trabajo. Fue la persona que durmió en una litera conmigo cuando tenía cinco años, por miedo a las pesadillas. Fue el chico que me impulsó a declarar mi amor a la primera niña que besé. Carter fue el chico que me compró el primer reloj de marca por mi cumpleaños, fue él quien se metía en la casa de sábanas a medianoche conmigo.
Carter no solo era ese idiota berrinchudo, él tuvo su faceta cuerda y buena. Él llegaba y besaba la mejilla de mamá, se encerraba en la habitación con papá, jugaba videojuegos conmigo. Recuerdo cuando lo enseñé a atarse los zapatos, a nadar o a afeitarse. Papá nunca tuvo tiempo, así que la responsabilidad de cuidar de Carter siempre cayó sobre mí. A mí era a quien lastimaban o herían por desprotegerlo.
Fue mi trabajo cuidar de Carter, de sus pesadillas, de sus enfermedades, de sus vicios. Me ardía el alma como si me perforasen con un hierro caliente, de tan solo recordar los buenos momentos, cuando íbamos a fiestas, la primera borrachera, las escapadas, las mujeres, las peleas. Carter me protegió la primera vez. La segunda vez fue mi trabajo defenderlo a él. Fuimos inseparables de niños; enemigos de adultos.
Con la sangre corriendo por mis manos, Carter arrastró sus dedos hasta el cuchillo y lo colocó en mis manos. Entre sollozos y lágrimas que caían sobre su cabello, él me suplicó que acabara con él, antes de que sufriera. Él no quería padecer, ver la luz al final del túnel o vivir con algún padecimiento. Él quería que yo acabase con su vida, como si no tuviésemos más opciones. Mi mandíbula temblaba y mis manos no sujetaban el cuchillo. Me rehusaba a acceder a semejante barbarie. ¡No mataría a mi hermano!
—Por favor… Maxi —suplicó igual que de niños, cuando unía sus manos para rogar que lo cubriera una noche de verano, para escaparse con sus amigos—. Maxi… Maxi.
—No… —tartamudeé y sollocé igual que lo hice por Freddy—. No me pidas eso.
—Esto somos… —articuló con lágrimas en sus ojos—. Somos asesinos.
Negué reiteradas veces y le grité que no lo haría. Carter temblaba, la sangre creó una ciénaga bajo mis piernas y sus ojos perdían brillo. Carter estaba muriendo en mis brazos, de igual forma que lo hubiese hecho si mamá no llegaba. Carter habría muerto esa tarde en el prado, cuando salimos a pasear y él se comportó como el idiota que era. La ira me cegó, vi la roca y la arrojé. Creí que no lo golpearía, o no tan fuerte. Carter sollozó al sentir el impacto y de inmediato sus dedos se tiñeron de sangre.
Esa era la segunda vez que atentaba contra mi hermano. Por la sangre en el suelo y lo que él me pedía hacer, esa sería la última. Mis ojos se llenaron de un torrente de lágrimas que creaba ese nudo en mi garganta y obstaculizaba mi visión. Mis piernas se adherían con la sangre bajo ellas y el corazón de Carter latía a menor ritmo. No le quedaba mucho tiempo, pero él no quería esperar y padecer.
Carter colocó la hoja del cuchillo en mi mano, parpadeó un par de veces y asintió. Estaba preparado para que acabase con su dolor, su sufrimiento, el padecimiento de ver la vida pasar frente a sus ojos, que nadie pueda ayudarlo a sobrevivir o que el manchado legado de los Hartnett termine posándose sobre él. Carter quería venganza, quería hacerme pagar, quería enarbolarse sobre el resto, y en el fondo no lo quería.
Cuando la hoja del cuchillo tocó el lado izquierdo de su pecho, un clamor me abrazó y una sensación de pérdida corrió por todo mi cuerpo. Fue extremadamente desgarrador empujar el cuchillo y paralizar su corazón. Las lágrimas saladas entraban a mi boca, mi corazón golpeaba mi pecho con deseo de saltar al exterior y mis manos se alejaron de la empuñadura del cuchillo. Carter soltó el último aliento y cerró sus ojos para siempre.
—¡Carter! —grité hasta desgarrarme—. No, mi hermano… ¡Carter!
Apreté su flácido cuerpo entre mis manos y sollocé con todas mis fuerzas. Clamé y le pedí a los dioses que me lo regresaran, que esa vez lo haría mejor. Supliqué que todo fuese una mentira. Les pedí que mi vida fuese un mal sueño, una pesadilla. Les imploré que si cerraba los ojos revirtieran el daño que causé y me regresaran a las personas que perdí. Cerré mis ojos y pedí que me regresaran a mi hijo. Hipé como un desgraciado hasta sentir ardor en mis fosas nasales. Cerré tan fuerte los ojos que al abrirlos vi puntos negros y oscuridad. Todo seguía igual. Estaban malditamente muertos.
Me mecí abrazando el cuerpo de Carter. Él ya no estaba allí. En mis brazos tenía la vasija, pero el contenido se esfumó como una calada de cigarrillo. Todo era real, desde la bomba en los cimientos de ese edificio, hasta la sangre sobre la cual me sentaba. Mi maldad alcanzó puntos irreversibles, me quitó a mi hijo, a mi hermano. La obsesión que sentí por Andrea logró el primer lugar. Ganó el premio de las desgracias.
Con Carter muerto, me asqueé de lo que era. Nunca pensé que causaba un daño o que me harían un daño. Siempre lo controlé todo, desde mi forma de manejar las cosas hasta las personas bajo mi cargo. No había nada que no controlase, situación que no conociera o persona que se saliera del rumbo. Controlé desde el lapicero que colocaban en mi escritorio hasta la basura que arrojaban a la calle. Yo lo sabía todo, lo tenía todo, lograría todo… Olvidé que también tenía personas que perder. ¡Maldita sea!
La puerta principal fue abierta y los ojos de la persona cayeron sobre mí.
—Ayúdame —le supliqué a la única persona con la que contaba.
Heenan trotó hasta nosotros, colocó una rodilla en el suelo y pulsó el cuello de Carter. Sabía que era ridículo tomarle el pulso, cuando el cuchillo brillaba en su pecho. Era evidente lo que sucedió, y aun Heenan quería conocer los detalles. Me preguntó qué sucedió, antes de retroceder y soltar los botones de su traje. Él siempre se mantuvo impecable, a la altura, como la persona que cuidaba de mí. Él tenía aprecio por Carter, aun cuando me recordaba que mi hermano estaba zafado de la cabeza.
Limpié mi nariz con el pañuelo que él extendió ante mí y le narré lo sucedido.
—Él llegó de la nada, me amenazó con revelar mi ubicación. Me empujó, la pistola cayó y él la sujetó. Forcejeamos. Vio el cuchillo y… —Mi garganta se trancó una vez más y el escozor en los ojos me impidió avanzar—. Yo no quería matarlo.
—Esto ha llegado demasiado lejos, señor.
—Yo no quería, Heenan —me excusé de inmediato—. ¿Qué le diré a mi madre?
—Debe decirle la verdad, señor. Su madre estará preocupada por usted.
Todo lo que mamá tenía era a sus hijos. En nosotros se apoyó cuando papá murió. La luz de sus ojos y la única razón que tenía para vivir, eran sus hijos, nosotros. ¿Qué diría cuando la llamara para confesarle que maté a mi hermano? No era más que el puto Caín que mató a Abel. Hermanos contra hermanos, ensañados, dejando que la ira, la furia que cegaba hasta al más bondadoso, acabara con uno de nosotros. Carter no era débil como Abel, ni inocente ante los ojos de Dios, pero era mi hermano, mi sangre.
Me perdí de nuevo en mis pensamientos. Heenan se mantuvo distante, con las manos apretadas. No era ese hombre fuerte que me custodiaba como las puertas del castillo de Inglaterra. Heenan se torció, se quebró y se quemó igual que yo. Él sabía que si yo caía, él se hundiría conmigo. Heenan fue protector en demasía, y hasta podría decir que fue el modelo de padre que no tuve. Fue quien siempre estuvo conmigo, en las buenas en las malas. Conoció mis facetas, mis malhumores, mis asesinatos. Fue mi ángel guardián.
En sus ojos vi dolor, pérdida y algo que no reconocía. Heenan estaba colmado de mis idioteces, de esa vida, de esos finales. Estaba cansado de desaparecer cuerpos, enterrar muertos, sobornar personas, amenazar otras. Era vida que llevábamos nunca terminaría bien, ambos lo sabíamos, pero la decisión que él tomó por los dos de nuevo causó un shock en mi cerebro. Confiaba ciegamente en él, en su buen juicio, así que no tardó en perturbarme que hiciese una jugaba tan maquiavélica como esa.
—Tiene que parar, señor —habló—. Ya son demasiadas muertes inocentes.
—Mi hermano no era inocente —refuté entre dientes.
—Pero llevaba su sangre.
En la lejanía, entre los mismos sollozos que brotaban de mi boca, escuché sirenas acercarse. La mirada incriminatoria de Heenan lo dijo todo. Él llamó a los policías, lo hizo para protegerme de mí mismo, y las personas a las cuales pensaba atacar. La ira que fue suplantada por el dolor, se abrió paso entre las costuras de mi corazón y le brincó al cuello de Heenan. Yo no iría a la cárcel, él lo sabía. El problema allí fue que él destruyó mi confianza y acabó con una relación de más de veinte años.
—¿Qué hiciste? —le pregunté detenidamente.
—Tiene que parar. —Retrocedió y alzó el teléfono—. Tampoco tuve opción.
Apreté mi mandíbula y limpié mis lágrimas.
—Iré a prisión —pronuncié—. ¿Después de todo terminaré encarcelado?
Heenan negó de inmediato, después de arrojar el teléfono al suelo.
—Me quedaré con usted. Lo ayudé a matar a esas personas.
Aunque Heenan tenía razón, él tenía familia. Su hija era estudiante de derecho en Stanford, su esposa una reconocida gerente bancaria, y él siempre fue ese hombre que me apoyó. A Heenan no le importaba que su esposa me odiara y al mismo tiempo manejara mis inversiones. Él tenía una familia por la cual luchar, una casa a la que regresar, comida caliente sobre su mesa, una familia hermosa que proteger.
Yo no tenía nada, ni siquiera a la mujer que amé la mayor parte de mi vida. Sabía que él no me dejaría solo en un momento como ese, cuando la policía se acercaba y las sirenas se cernían sobre las puertas del edificio. Los años fieles que estuvo conmigo serían recompensados cuando las palabras abandonaran mis labios y la presión que sentía en el pecho por él se liberara. En el fondo lo quería, y por eso quería lo mejor para él. Heenan fue más que mi chofer o mi guardaespaldas. Fue como mi padre.
—No quiero que te quedes. Vete.
—Señor —interrumpió para contradecirme.
—¡Qué te vayas, maldita sea! —grité y rompí en llanto una vez más—. Déjame llorar a mi hermano... Déjame llorar a mis muertos en paz.
Él no comentó nada al respecto. La primera regla que le di a Heenan cuando aceptó trabajar conmigo fue la de nunca desobedecer una orden directa, por más ridículamente loca que fuese. Esa orden que le di por última vez, sería una que él nunca olvidaría. En nombre de todo lo que alguna vez hicimos, las personas que herimos, aquellos que conocimos, las cervezas que nos tomamos en las noches o las rondas nocturnas para vigilar a Andrea, terminaron en un: vete, tú no caerás conmigo.
Antes de que se marchara, aclaré mi garganta y alcé la voz.
—En el maletero de tu auto hay dinero. Vete lejos, que no te encuentren.
Él asintió y dio un paso atrás. Parte de su ser gritaba que no era correcto dejarme solo. Él era posesivo y reclamador. Cuando quería proteger a una persona lo hacía hasta con su propia vida. Tantos años juntos, tantas vivencias, tantos momentos en los que imaginamos que no saldríamos ilesos, terminaron en una mañana que destruyó los veinte años entre nosotros. Lo observé detenido, con sus pies atados al suelo.
—Gracias por todos estos años —agradecí de corazón.
—Un placer, señor. —Hizo una reverencia—. Lamento como todo terminó.
Asentí. Lo observé alejarse de mi puerta, con el corazón en sus manos. Hice lo correcto al dejarlo ir. Él no merecía eso, aun cuando siguió cada una de mis pisadas. Él no merecía ver mi final, el que sucedió pocos minutos después, sin esposas, sin policías, sin personas que me atasen a una silla eléctrica y me electrocutaran hasta morir. Fue el final que cualquiera desearía para él, después de una masacre de vida como la mía.

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