Capítulo 52 | Alma sacrificada [Parte 1]

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—¿Tienen o no tienen idea de dónde esta el malnacido de Maximiliano?

El enflaquecido comandante de la policía no era más que una mierda pegada en el zapato. Era tan incompetente como pedirle a un vagabundo que leyera las estrellas sin asistir ni una vez a una clase de astronomía básica. Estaba que se me subía la presión y reventaba como un globo repleto de aire ante tanta ineptitud. ¿Cómo era posible que nos tuviesen esperando una maldita respuesta por más de una hora?
Siempre me caractericé por ser un hombre paciente y bien educado. Me comportaba a la altura del momento, o me destronaba cuando algo salía tan mal que sacaba la peor parte de mí. ¿Qué pensaba ese jodido hombre que nosotros éramos? Nos tuvo como a unos jodidos miserables, esperando algo que nunca nos dijo. ¡Estaba que reventaba y lo agarraba por la estúpida corbata! Deseé arrastrarlo por el escritorio y molerlo a golpes.
El Ezra o el Nicholas sereno se alejó de mí cuando él salió con la estupidez más grande de la semana: no sabemos dónde esta Maximiliano. ¿Para qué carajos nos mandó a llamar y a cruzar media ciudad caótica por una mierda? Apreté mis puños y respiré profundo. Sabía que no era el lugar ni el momento de atacarlo como un perro ataca un hueso. Estábamos rodeados y él era el jefe supremo. Cualquier idiotez me saldría cara.
El hombre reacomodó la corbata en su cuello y colocó ambas manos sobre el escritorio. De pie, su altura era más baja que la mía, por lo que era sencillo asustarlo o intimidarlo como a un perro salchicha. El hombre se movía como una hoja sobre el agua, y se habría orinado ante la idea de recibir una paliza de mi parte. Quizá por esa razón me pidió que tomara asiento, acción que no ejecuté y lo perturbó un poco más.
—Teníamos una pista sólida, pero el hombre es más listo.
—¿Un solo hombre puede más que todos ustedes? —inquirí molesto—. ¿Es una jodida broma? Nos hicieron venir hasta acá, en medio del caos, esperar una maldita hora sentados en el banquillo, para que me digan esta mierda. ¡¿Qué carajos le pasa a usted?!
—Sr. Wilde, debe colocarse en nuestros zapatos. La policía esta desplegada por todas partes. La ciudad es un caos total. Los detenidos por robos y muertes no caben en las celdas. No podemos procesar a nadie, así que estamos con el agua hasta el cuello.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo? Y no me malinterprete, me importa lo que sucede en la ciudad, pero la protección de Andrea y su hija es lo único que ahora ronda mi mente. —Estaba tan enfurecido por su insuficiencia, que golpeé su escritorio y lo hice soltar un brinco leve. Me temía, podía verlo en sus ojos—. ¿Quiere que sigamos esperando y aguardemos que Maximiliano dé el siguiente golpe? ¿Eso nos pide?
—No me refiero a eso —masculló con la mirada en mis manos.
—¡¿Entonces?! —grité y lancé los documentos a un lado.
No aparté la mirada del hombre, pero sí noté que miraba los documentos que desplegué por el suelo. Me importaba una mierda que el café se derramase sobre ellos o los pisaran los policías que caminaban de un lado a otro. Lo único que me importaba en ese infierno era mantenerlas a ellas sanas y salvas. Nadie más me interesaba en la maldita ciudad. Lo que hicieran con los presos o los ladrones, no era mi problema.
El hombre carraspeó su garganta y dio un paso atrás. No me refutó nada de lo que dije hasta ese momento, ni me pidió que recogiese los documentos. Éramos él y yo en medio de una comisaria tan grande como lo fue mi rancho. El sudor que salpicaba la frente del hombre o la manera en la que se defendía, me indicaba que algo malo sucedía. No era un hombre de presentimientos o premoniciones, pero lo sentí en mi corazón.
Cuando la sangre regresó a sus mejillas, tuvo el valor de contestarme.
—Cálmese, Sr. Wilde. Estamos haciendo todo lo posible para atraparlo.
—¿Cómo van a hacer todo lo posible si ni siquiera saben dónde carajos esta el asesino ese? —connoté cada palabra con un golpe de los dedos sobre el escritorio de madera—. Explíqueme, comandante, porque no entiendo qué demonios están haciendo.
De entre todos los momentos que pasaron o los instantes precisos en los que podía defenderse sin provocar un daño mayor, él eligió el instante cuando la sangre quemaba mis venas, la ira ardía en mi piel como la fiebre y mis manos se apretaban tanto que blanquecía mis nudillos. Él debió suponer que si no se colocaba firme jugaría un partido de cricket con su cabeza, así que frunció el ceño y caminó el paso retrocedido.
—¿Cree que nos estamos picando la nariz o rascándonos la panza? —Ambas preguntas rozaron lo retórico—. ¡Estamos trabajando!
—¡No lo suficiente! —grité tan fuerte que Andrea apretó mi codo. Ella siempre me mantuvo a raya y me detuvo antes de cometer una locura. Con su agarre en mi codo, dejé parte de la rabia mermara. Andrea me tranquilizó lo suficiente para retomar el tema más relajado—. Esto no es gratuito o un servicio social. Andrea les esta pagando para que la protejan, no para que encarcelen a la gente que anda en la calle.
El comandante dibujó una sonrisa macabra en su boca. Fue una mueca que parecía más una burla grotesca a un gesto de superioridad. Él pensaba que con el rango que tenía o los posibles contactos manchados de sangre que podía sacarlo de más de un apuro, lograría que nos arrodilláramos ante él y sus servicios. Era ridículo siquiera pensar que ese hombre podía ganarme una pelea a puños, cuando no tenía carne ni para una empanada. Él solo reacomodó la insignia en su pecho y se abombó como globo.
—Nosotros no somos sus lacayos, ni ella es la única importante.
Fue la respuesta ideal para soltarle un golpe en la nariz. No lo pensé, no lo imaginé, pero se sintió tan bien observar la sangre salir de sus orificios. El hombre lanzó la cabeza hacia atrás y apretó su nariz, mientras maldecía y me preguntaba qué carajos me pasaba. Aun con el apretón de Andrea, la ira fue más grande y el descargo fue fenomenal. Sentía que cerrarle la boca era el inicio del fin, aunque para eso faltaba lo suficiente. El inicio de nuestro día no fue el mejor, pero el final que ese mismo nos ofreció, fue aún más desgarrador, sangriento y doloroso; ese fue nuestro final.
Por un momento pensé que me encarcelaría, pero era demasiado cobarde para eso, sin mencionar que las personas lo compraron para ser un lacayo más. Él pensó que nunca lo percibiría o tendría un atisbo de sensatez en mi cabeza. Lo que ese hombre hacía era complacer a alguien que engordaba su cuenta. Él proporcionaba los guardias corruptos y conseguía todo lo que el titiritero quería. Era un maldito lame botas.
—Nos vamos —pronuncié entre dientes y tiré del brazo de Andrea.
—Ezra.
—¡Nos vamos! —reiteré sin pestañear—. Yo te protegeré, no estos incompetentes.
Escuché que el comandante le pedía a uno de sus súbditos que le buscara un pañuelo con hielo para el golpe. Saber que tendría un morado en el rostro por más de un semana y un dolor casi insoportable, me alentó a reír antes de salir de su maldito dominio. Caminamos hasta la entrada, donde dejamos las cosas importantes antes de entrar al lugar. Nos quitaron los celulares, los objetos filosos y dejaron retenido el bolso de Andrea. Ellos alegaron que no podían confiar en nadie, así que nos requisaban.
—No entiendo por qué nos revisan y nos quitan las pertenencias en la entrada.
—Es por seguridad por todo lo que esta sucediendo —respondió Andrea.
—¿Estamos en una prisión? —pregunté al recoger el reloj y las llaves del auto.
—Yo diría que parece más el infierno —emitió ella al sujetar su teléfono.
Una vez recuperadas nuestras pertenencias, salimos al gélido frío exterior. Los grados casi rozaban el inicio de los números y la neblina cubría la parte alta de los edificios. Podía ver el aliento de Andrea bailando en el aire. Su nariz se tornaba roja en segundos y sus manos se tornaban más pálidas de lo normal. Ella acercó su cuerpo a la puerta, justo cuando inserté la llave, entré y bajé los seguros.
Ella encendió la calefacción de inmediato y frotó sus manos. Se congeló los segundos que estuvimos afuera, por lo que sujeté sus manos entre las mías y las calenté con mi aliento. Ella me miró de la misma forma amorosa que siempre y me calentó el corazón con su sonrisa. El mundo entero podía caerse a mí alrededor, y Andrea siempre sería la mujer que mantenía mi vida a flote. Estábamos pasando por un infierno, pero esos segundos en los que ella reía, una sonrisa genuina, compensaban todo lo malo.
Bajé la mirada a sus manos y besé la superficie. Todo era un caos, un infierno. Nosotros dos éramos fuertes juntos, siempre lo fuimos. Las desgracias que vivimos, los tragos amargos que ingerimos o las camas llenas de aguijones sobre la que nos acostamos, fue durante los años que nos separamos. Cuando la encontré de nuevo en esa feria, con esa camisa blanca y el cabello corto, supe que mi mundo volvería a ajustarse.
Mi existencia se limitaba a hacerla feliz, protegerla y amarla hasta con el último de mi corazón. La idea de una vida no solo era impensable; era inimaginable. Por esa razón y tentando al destino, solté algo que venía perturbando mi cabeza desde ese día que conocimos al comandante y él se ofreció a ayudarnos.
—¿Le creíste lo que nos dijo? —pregunté.
—¿Sobre que no conoce el paradero de Maximiliano?
—Sí. —Respiré profundo y continué—. Dime que no soy el único que siente esto.
—¿A qué te refieres?
—A que todo esta mal. Siento que nos mandaron a buscar por una razón más osada y oscura. Sé que comenzarás a decir que estoy paranoico y que todo estará bien, pero no lo siento así. —Empecé mi secreto de una forma desconfiada, como si Andrea me jugaría. Debí saber que ella no era así. Andrea estudiaba la evidencia, veía los factores y analizaba los datos recabados—. No sé por qué me siento así. Me escucho y sueno loco.
Andrea acarició mi mejilla derecha y arrastró sus uñas por mi barba. En sus ojos vislumbré la misma duda que vi en el espejo esa mañana. Ella tampoco confiaba del todo en ese hombre que se ocultaba tras una placa y un diploma de la academia.
—No eres el único. También me siento así —afirmó con la mirada en mis ojos y ese temor bailando en su iris—. No quería contarte porque también imaginé que quedaría como una loca ante ti. Nada se siente bien desde hace cuatro días.
Andrea era una mujer valiente y de ese me enamoré cuando nos conocimos. Ella comenzó siendo una chica dulce y valerosa, pero al paso del tiempo descubrí que era algo más que un rostro hermoso y una voz melodiosa. Andrea fue capaz de abandonarlo todo para quedarse con su hija. Fue capaz de exponer personas que sabía la dañaría. Tuvo el valor de perdonar a aquello que no lo merecían y a sobrevivir cuando dos maniáticos la perseguían como una presa. Andrea era mi propia mujer maravilla.
Ella recostó su espalda del asiento y cerró los ojos. Andrea se preocupaba por Samantha de la misma forma que yo lo hacía por ella. Esa era otra de las facetas que siempre me encantaron. Una mujer valiente nunca sería recordada si no amaba a las personas importantes en su vida. Andrea sentía que Samantha era un talón de Aquiles que muchas personas querían; de ahí radicaba esa obsesión por protegerla.
—Cuando salí del pent-house sentí una presión extraña… aun la siento —articuló más para sí misma que para mí. Ella lo comentó con pesar y dolor—. No me gusta dejar a Samantha sola, pero que este exponiéndose en la calle tampoco me agrada.
La entendía perfectamente. Confiamos de una manera cegada en autoridades que ni siquiera llegaban al estatus de arrastrados. Le dejamos la vida de una niña en sus manos, cuando lo único que buscaban era lucrarse en base al dolor ajeno. Mi batería estaba muerta, así que busqué su teléfono en el bolso que ella arrojó en los asientos traseros. Al sentir el frío metal, abrí sus manos y lo coloqué en el centro de la palma.
Sabía lo imperativo y la ansiedad que sentía por hablar con ella. Esperar media hora para verla era algo que no toleraría. Yo me hubiese sentido de la misma forma si la vida de Alma pendiera de un hilo. Ella era mi niña bonita, mi sol, mi luna, lo único que me quedó de Charles. Sobre su lápida juré protegerla con mi vida si era necesario. Ella estaba bien con sus abuelos, en la oscuridad, pero a salvo. No podía decir lo mismo de Samantha o aquellas personas importantes para Andrea, incluyéndome.
—Llámala —pronuncié—. No estarás tranquila hasta que escuches su voz.
Andrea encendió su teléfono, esperó que cargara y comenzó a hurgar lo que pudo haberse perdido en hora y media de su tiempo. Para muchas personas, noventa minutos podrían considerarse como nada. Para una madre desesperada por su hija, podía llegar a ser peor que quemarse vivo en la quinta paila del infierno. Andrea mantuvo su rostro sereno, hasta que llevó el teléfono a su oído y escuchó algo que no quería.
—Tengo veinte mensajes —emitió confundida.
Andrea escuchó atentamente cada uno de los mensajes. A medida que los reproducía sus ojos fueron llenándose de lágrimas. Para cuando terminó, sus mejillas estaban empapadas y su voz se entrecortaba. Le pregunté de inmediato qué sucedía. Sabía que su madre estaba delicada después del encuentro con los secuaces de Maximiliano, así que idea de que ella muriera fue una de las primeras que cruzó mi cabeza.
Cuando ella bajó el teléfono y lo colocó entre sus piernas, soltó un par más de lágrimas. Yo la atraje a mi cuerpo, aun sin saber qué le sucedía. Ella apretó mi brazo y gimió en mi pecho. Me dolía horrores ver a mi chica llorar como lo hacía. Cuando mis insistencias porque me contara qué sucedía se volvieron insoportables para ella, se despegó de mi cuerpo, limpió sus mejillas y respiró profundo.
—Es Sam —masculló aun con lágrimas en sus ojos—. Se va del país sin mí.
No entendía por qué sucedía un cambio de planes tan brusco. Sabía que ellas no pensaban viajar por todo lo que sucedía, y que Samantha de pronto saliera con que se marcharía sola, no era algo que Andrea podría procesar con rapidez. Se trataba de su hija, del fruto de sus entrañas. Que se marchara sin ella era un cómo sufrir un desplante. Cuando viajé de Memphis, Andrea estaba emocionada por el viaje. No podía siquiera imaginar lo que sentía que su propia hija la decepcionara de esa forma.
—Dice que no quiere que me preocupe por ella, que va a estar bien lejos de todo esto y de su venganza de Max. —Limpió de nuevo las lágrimas en su mejilla—. Un oficial la llevaría al aeropuerto lo antes posible… Y el avión solo tenía un asiento.
—No entiendo. ¿Su viaje no era mañana?
—Suspendieron los vuelos por mal tiempo. —Andrea soltó un gemido y escuché su corazón de madre romperse—. Samantha se marchó, Ezra. Se fue sin mí.
La abracé una vez más. No era mucho lo que podía decir para consolarla.
—Ya esta lejos de todo esto, Andrea. ¿No te tranquiliza un poco?
—Lo hace. Es que yo quería acompañarla.
La consolé por algunos minutos más. Era difícil ver a una mujer llorar y no poderla ayudar. Se suponía que Samantha estaría protegida por los policías y que en esos momentos quizá abordaría el avión. Mientras masajeaba su espalda, le pregunté la hora del vuelo y revisé mi reloj. Aun teníamos tiempo de llegar, si el aeropuerto quedase cerca. Le pregunté a Andrea la distancia y ella respondió que estábamos a una hora.
—Aún podemos llegar al aeropuerto —afirmé—. Llámala para saber si ya llegó.
Ella limpió sus lágrimas y se apresuró a marcarle. Andrea programó el GPS y giré en la calle para entrar al camino correcto. Conduje por unos cinco minutos, cuando algo fuera de lo ordinario sucedió. Tal vez no teníamos suficientes desgracias y por ello nos atacaban más, como cuervos buscando carne. Samantha no contestó el teléfono en ningún momento, la mayoría de las calles principales estaban cerradas y una escalofriante llamada entró al teléfono de Andrea, justo después de llegar a la autopista.
Andrea no tardó en contestar y escuchar la voz del hombre al otro lado. Fue una voz que nunca en mi vida olvidaría, después de un año de masacres en la prisión, las horas de audiencia en los tribunales, las peleas en la calle, las golpizas en prisión, la maldad con la que hablaba y el tono de su voz que causaba jaqueca instantánea. Todo eso acompañaba a un personaje que me esforcé en olvidar y enterrar junto a los restos de Ezra: mi amigo de prisión. Todas las características antes mencionadas solo podían pertenecer a la persona que acabó con mi vida y tambaleó mi futuro: Leonard Clarke.

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