Diez años atrás.
Heenan siempre fue un guardaespaldas fiel, protector y encubridor. Él me ayudó a sepultar cada una de mis víctimas, a limpiar la sangre, a crear una historia y a convertirme en la persona que quería. Él siempre estuvo conmigo, en las buenas y en las malas, durante veinte años. Cuando inició tenía treinta y cinco años. Tuvo una hija y un nieto en ese tiempo. Lo conocía tan bien como él a mí y fuimos inseparables durante esos años. Aunque sabía que contaba con él, necesitaba algo extra.
Las amenazas que mi padre recibió cuando tenía el puesto en la compañía y el dinero que manejaba la familia Hartnett, era suficiente para contratar protección las veinticuatro horas. Al morir mi padre y mi hermano recluirse en su sanatorio, necesité algo más que pudiera protegerme. Heenan estaba a mi lado cuando salía del edificio donde vivía, me custodiaba en la compañía y al salir de la misma. Pocas veces se ausentaba por enfermedad o cuestiones personales, y cuando lo hacía estaba solo.
No confiaba en nadie más que no fuera él. Le encomendé mi vida y mi seguridad desde que era un joven adulto, y aun en mis cuarenta y seis años le confiaba hasta mi respiración. Cuando él se ausentaba quedaba solo e indefenso. No conocía nada sobre las artes marciales o la protección personal. El mismo año que su hija cumplió diez, él se ausentó y una persona me hirió en un intento de robo. No pasó a mayores, pero entendí que necesitaba saber defenderme para cuando se presentara otra situación.
Por esos motivos de suficiente peso, le pedí que me llevara al mejor lugar de entrenamiento para novatos. Quería que me enseñaran a usar un arma de fuego. La defensa personal no me serviría, y necesitaba algo fuerte y contundente. Nada mejor que un disparo para advertir o acabar con alguien. Heenan se rehusó y me comentó que su trabajo era protegerme y que yo no lo necesitaba. Siendo un empleado más, le exigí que me llevara. Él se rehusó todo el camino, pero al final me dejó en el campo de tiro.
Esa mañana no usé mi traje habitual. Elegí algo menos formal y más relajado. Bajé y pregunté por el dueño del lugar. El hombre apareció detrás de una puerta de cristal polarizado y un cartel de no pasar. Se presentó como Chris Coleman; Doble C para los amigos. Era lo bastante robusto como para aplastarme de un golpe. Me contó que era un ex marine y que tras abandonar el ejército decidió entrenar a personas. Era un hombre de porte, con la estatura, los modales y la jerarquía que su cargo le proporcionaba.
Cuando terminó de contarme sobre su larga trayectoria, decidió saber un poco de mí.
—Sr. Hartnett. —Tensó su brazo derecho al cerrar la puerta de su oficina. Tenía un tatuaje de un águila en la parte interna de su antebrazo—. ¿Qué lo trae por aquí?
—Protección. Quiero aprender a usar un arma.
—¿Y su guardaespaldas? —preguntó curioso—. ¿No tiene uno?
—No siempre saldré con él. Necesito saber protegerme.
—Muy bien. —Asintió y le indicó a una chica que volvería—. Sígame, Sr. Hartnett.
—Por favor, llámeme Max —articulé al seguirlo—. El Sr. Hartnett era mi padre.
Él asintió y me indicó el camino. El lugar era amplio, con corredores y salones de disparo. Todo estaba reforzado, las personas se colocaban cubre oídos y apuntaban a siluetas negras marcadas con tinta blanca. Se posicionaban de lado, de frente o a medio giro. Pasamos junto a las cuatro cabinas principales y escuché el estruendoso sonido de las balas impactar el cartel. Ese era un nuevo mundo, una nueva enseñanza.
Él abrió la puerta de la quinta cabina. Estaba vacía y el aire acondicionado funcionaba a perfección. Me indicó que las paredes estaban reforzadas para mantener el sonido dentro del lugar. Cumplían una doble función; evitaban que las balas salieran y encerraban el sonido. Después de indicarme dónde podía colocar las armas que usaríamos y qué significaba cada círculo en la silueta frente a mí, salimos de allí.
Caminamos por un amplio corredor hasta el salón de las armas. Él se aceró al encargado detrás del mostrador. Detrás de él estaba la variedad más grande armas que alguna vez vi. Diferentes modelos, tamaños, clases y alcances. El muchacho encargado de proveer de armamento a las personas que allí practicaban, saludó a su jefe y le comentó que estaría yendo con frecuencia a practicar.
El muchacho le abrió la puerta para que entrara al dispensario de armas. El hombre me indicó que lo siguiera. A medida que caminaba por el cuarto de unos tres por tres metros, toqué alguna de las armas que reposaban en los estantes. La mayoría eran fusiles, rifles de corto alcance, escopetas de francotiradores y pistolas de cañón largo. La mayoría usaba un arma grande, quizá para compensar cosas más pequeñas.
—¿Qué te parece si le muestro una Glock 9mm? —inquirió con una en su mano.
—Usted es el experto.
Sujetó una pistola pequeña, negra en su totalidad. No sabía cuánto pesaba, no me permitió sujetarla en ese momento. Buscó un cartucho nuevo bajo el mostrador y lo insertó en el arma. Me indicó que saliéramos al cuarto de tiro vacío. Cuando entramos, se posicionó detrás de la línea en el suelo y giró en mi dirección. Comenzó a explicarme que no debía cruzar esa línea y que intentara, en lo posible, no dispararle a los vidrios que dividían las cabinas. Que aunque eran antibalas, no era recomendable impactarlos.
—Esta arma es famosa porque es muy liviana y precisa. Tiene la fama que si la sumerges en barro o agua, durante varios días, se mantiene intacta. Su mecanismo no se daña, se pega, ni nada similar. Anteriormente tenía un ochenta porciento de polímeros, lo que facilitaba que no la detectaran en el escáner de metales. —La movió—. Era buena si querías pasar por un área con detector de metales. Ahora, con la diversidad de armamento y para protección de la ciudadanía, le incrustaron más metal.
Señaló las zonas que anteriormente tenía polímeros y me contó un poco de historia.
—Esta un arma modificada por mí mismo. Tiene un compensador que le impide tener un retroceso más pesado. Esto qué significa. Cuando disparas, el arma ejerce una presión sobre ti. Esto reduce que tus brazos se eleven cuando el disparo se produce. El mecanismo que retiene la corredera también fue modificado y recortamos el disparador. Pero lo que más te gustará de esta arma es su proveedor. —Al extraer de nuevo el cartucho, entendí a qué se refería—. Es transparente, lo que facilita que veas cuántos proyectiles tienes. ¿Lo malo? Es un material algo débil, diferente al normal.
Lo bueno de todo fue que él tuvo la paciencia necesaria para explicarme cada parte del proceso, desde sus inicios. Sostuvo el arma con la mano derecha y fue señalando cada parte que me explicaba, desde la zona superior hasta el proveedor. Junto a nosotros, en la otra cabina, estaba una mujer de cabello rubio. Ella desviaba la mirada algunos segundos a nosotros y sonreía. Estaba ante un inexperto, y ella era una experta.
—En la recámara tienes otra bala, así que debes tener cuidado cuando cuentes las balas que has utilizado, si no tienes oportunidad de sacar el proveedor.
Una vez explicada la etapa uno, colocó el arma en mis manos. Era más pesada de lo que imaginé cuando me explicó que era liviana. No podía siquiera imaginar cuánto pesaba una de las otras. Quizá tenía en mis manos más de un kilo; la verdad no podía calcularlo. Ya con el arma en mis manos, me dispuse a intentar disparar. Había visto muchas películas de acción, pero tener un arma en mis manos era muy diferente.
—¿Cómo la uso? —pregunté.
—Sencillo. —Me la quitó de las manos—. Colócate los cobertores.
Sujeté los que estaban sobre la mesa y los coloqué sobre mis oídos. Eran molestos, abarcaban toda mi oreja y parte de las mejillas. Me apretaban. Fue molesto colocármelos la primera vez, no obstante, al paso del tiempo, comencé a sentirme familiarizado con el malestar que ocasionaban. Escuché la siguiente explicación a través de los cobertores, aun cuando pensé que no sucedería. Creí que la densidad del material y la opresión me impedirían entender algo. Creí que tendría que leerle los labios.
—Disparar esta arma consta de cuatro pasos muy sencillos para que el disparo sea efectivo y no se pierda la bala. El primer consta de estabilidad corporal. Primero se debe cargar el arma, como ya te expliqué, y guardártela en la parte trasera del pantalón. Claro, no es tan accesible como guardarla en una funda en la cintura, pero tras el debido ensayo y error, podrás disparar sin importar donde tienes la pistola. Debes abrir las piernas y colocar los pies a una separación de más o menos cuarenta y cinco grados, y enraizar los dedos hacia abajo, así te prepararás para la detonación.
Me ayudó a colocar el cuerpo como debía. Moví los pies a los grados que él me indicó, aun con el arma en mis manos. Debía posicionarme un poco de lado, inclinado hacia el lugar de la detonación, enroscar mis dedos hacia el suelo y apretar el trasero. Debía convertirme en una estatua que soportaría la carga de la detonación, o podría sufrir graves consecuencias. Claro, las consecuencias serían si me dedicara a asesinar personas, no por una detonación una vez cada cinco años.
—El segundo paso tiene consta de una correcta empuñadura del arma. El objetivo de un buen agarre es bloquear los gases derivados del retroceso, una vez que se suelta la bala. La forma correcta es abrazar la parte baja de la pistola con la mano derecha, con una inclinación hacia arriba, que tu dedo índice repose en el costado, mientras la mano izquierda cubrirá el resto, pero inclinada hacia abajo, así la precisión se ejerce cincuenta porciento en cada mano. —Lo observé con un arma que buscó para él—. La mano derecha debe quedar suelta para jalar del gatillo, y la izquierda mantendrá la estabilidad.
Una vez explicado, abarqué el arma con mis dos manos. Al principio no entendía muy bien cómo recordaría cada uno de los pasos, pero confié en mi mente. La idea del segundo paso era tocar mis dedos, unos sobre los otros, para abrazar la parte baja del arma y que la presión se ejerciera sobre ambos brazos. Él lo hizo con la suya una vez más y yo logré hacerlo con la mía. Quedaba como el propio idiota al no entender de una vez todo lo que él me decía. La mujer al otro lado se reía de mí, podía verla.
—El tercer paso es una correcta alineación de miras. La forma correcta de alinear es formar una línea recta entre tu ojo dominante, la alineación de la mira trasera del arma y el blanco. Debe formarse una curva entre el hombro y el bloqueo de los gases, para que el golpe del retroceso del arma no lo reciban los huesos. —Tocó la curvatura en su brazo derecho e hizo un leve ademán a la figura colgante. Pensé que solo se trataba de una prueba, pero cuando disparó me asusté un poco—. Así se dispara.
Al colocarme en la posición que él me enseñó y tras seguir todos los pasos, logré disparar relativamente cerca del blanco. Ni siquiera lo rocé, lo que fue una gran vergüenza. Él se carcajeó cuando me acerqué lo suficiente y logré medio rozar el hombro de la silueta. Era más difícil de lo que imaginé. Él hacía que se viera fácil, cuando no lo era. No estuve cerca de rozar en los primeros cinco disparos. Cuando detoné el número quince, le di cercano al corazón. Me llené de júbilo. Fue grandioso.
No pensaba asesinar a nadie por mí misma cuenta, para eso tenía a Heenan, pero no mentiría al decir que disparar por mí mismo era satisfactorio. Quizá en ese momento comenzó esa necesidad de asesinar y esa sed de venganza que no terminaba. Quería creer que todo comenzó en ese momento, aun cuando sabía que mi necesidad de acabar con las personas que me estorbaban nació mucho antes.
Por último, él colocó la mano en mi hombro y me dijo que quedaba un dato final.
—El último paso es el más importante de todos, y es la forma correcta de jalar el gatillo. Lo debes hacer de una forma sistemática y sostenida, en la misma velocidad, hasta que quiebre el disparo. —Explicaba de una forma que envolvía—. Una vez que se quiebre el disparo, se relaja el dedo hasta que suene clic; cuando se produzca el sonido, esta listo para volver a disparar. Con ese control, se produce el impacto deseado.
Lo intenté de nuevo, repetidas veces, cada vez que escuchaba el clic que él me comentó. Fueron rondas tras rondas, una detrás de la otra. La pared frente a mí quedó rozada por las balas, y los casquillos cubrían el suelo. La presión que sentía en mis brazos cuando se propiciaba el disparo, hizo que me dolieran los ligamentos. Me sentía tan vivo, tan útil, que imaginé ser yo quien me defendiera y no una tercera persona.
—Es importante que entre disparo y disparo, no cambies de posición o la mira te fallará —fueron de sus últimos consejos, antes de marcharme—. No debes quitar el dedo del gatillo. Mantenlo hasta que se produzca el sonido. Si sigues todas mis reglas y te preparas bien, serás todo un pistolero, Maximiliano Hartnett.
Diez años después.
Cinco días antes del encuentro con Andrea.
—¿Usted de nuevo? —inquirí con desdeño—. ¿No se cansa de mis respuestas?
—Es mi trabajo presionar para que mi cliente termine satisfecho.
—Debería trabajar en atención al cliente, no como abogado —bromeé.
El abogado de mi hermano, Dalton Sutherland, me encontró en el estacionamiento de la compañía y comenzó a hacer una serie de preguntas sobre el dinero que, según mi hermano, le pertenecía como herencia después de la muerte de papá. Hablé innumerables veces con el abogado sobre los términos del testamento de mi padre, y aun así ninguno de los dos entendía que ese dinero que le enviaba a mi hermano cada mes, sin falta, era su parte del testamento. Carter quería apoderarse de todo.
Mi hermano no entendía de razones, y contrató un abogado que tenía de inteligente lo que yo de estúpido: nada. El hombre buscó una cita con mi secretaria durante varias semanas, pero no deseé atenderlo. Carter apareció ese mismo día en mi oficina, de pronto, interrumpiendo una reunió importante con dos de mis socios. Le pedí, con decencia, que hablaríamos del tema en otro momento. En lugar de hacerme caso, mandó al abogado a que metiera el dedo en la herida una vez más, cuando no debió hacerlo.
El hombrecito era pequeño y delgado. Podía con él si se atrevía a colocarme una mano encima. Estaba altanero ante mis respuestas. De pronto comenzó a tonarse defensivo. Quería que le solucionara sus problemas en ese mismo momento, por arte de magia, como si en mis manos tuviera la varita de Merlín. Le repetí una y mil veces que no estaba dispuesto a negociar nada con Carter, y que llegaría a las últimas instancias si era necesario. No dejaría que el drogadicto de Carter manejara la compañía.
—Creo que no entiende que no planeo darle nada a mi hermano —articulé—. Usted como abogado debería entender que lo que se plasma en un testamento es verídico y no puede ser tergiversado a conveniencia de los heredados. ¿De dónde sacó su título de abogado prestigioso? ¿De una caja de cereal para niños?
—Su hermano quiere lo que le pertenece, y usted se lo niega —refutó al colocar el maletín sobre el capó de mi auto—. Usted no nos permite ver el testamento sin la presencia de un fiscal o un juez. ¿Acaso no confía en nuestra palabra?
—¿Quiere que confíe en la palabra de un abogado de cuarta y un drogadicto?
El hombre movió el nudo de su corbata y tragó. Le enfurecía no obtener la cuantiosa tajada de dinero que mi hermano le ofreció si ganaba el caso. Si Carter conseguía lo que buscaba, todo por lo que mi padre trabajó se iría al infierno. En mis manos estaba que mi hermano recapacitara y entendiera de una vez por todas que su parte de la herencia era la que se gastaba en drogas y en las pandillas asquerosas a las que pertenecía.
No era mi problema que le pidiera dinero a mamá para saldar sus deudas. Mi hermano habría muerto de una sobredosis si tuviese el poder que ostentaba en mis manos. Si supiera cuantos ceros tenía en la cuenta bancaria, habría muerto en una zanja con una enorme dosis de cocaína pura en su cuerpo. Mamá lo protegió toda la vida, pero papá fue quien tomó la decisión de alejarlo de todo. Carter no era la persona adecuada, cuerda, ni sensata que él pensaba era, y aún menos manejaría nuestro imperio.
—Le exijo ver el testamento de su padre. Queremos ver si lo que usted dice es verdad, y si su hermano solo tiene derecho a cinco millones de dólares mensuales.
—¿No le parece suficiente? —inquirí con las manos sobre el techo del auto. El hombre comenzaba a alterarme—. ¿Gasta más de eso al mes en drogas? Sé que un gramo de esa maldita cosa que consume, le cuesta más de un mes de sueldo.
—Lo que su hermano haga con su dinero, es su problema —advirtió.
El estacionamiento, arropado por la oscuridad del encierro, se encontraba solo. Pocas veces podía perder el control de la forma que lo hacía. Y cuando eso sucedía, me cegaba por completo, al punto de acabar con las personas que se atravesaran en mi camino. Tenía tantos pendientes como para ocuparme de la vida de mi hermano. Debía acabar de una vez con ese problema, de raíz, profundo. No puedo achacarle mis decisiones a voces en mi cabeza. Cada decisión tomada era enteramente mi culpa.
El abogado estaba a unos metros de mí, con el maletín marrón sobre mi auto. Heenan estaba del otro lado, con las manos en su regazo. Heenan observaba todo como un espectador, mientras una nueva idea surgía en mi mente. El hombre se mantuvo en silencio el tiempo suficiente para quitar el maletín de mi auto y arrojarlo contra su pecho. Lo más acorde habría sido golpearlo, pero no le daría ese gusto.
—Usted solo quiere la retribución —articulé—. No le interesa nada más.
—¿Y si así fuera qué? —Elevó la voz. Se sentía poderoso, prepotente, como si fuese una persona intocable—. Usted no me va a detener. Voy a llegar a últimas instancias.
Nunca me gustaron las amenazas ni el ultimátum. El hombre pensaba que por ser un abogado me haría añicos, cuando con un simple chasquido de dedos mi guardaespaldas acabaría con él. Pensé en pedirle a Heenan que erradicara el problema, sin embargo, sentía que debía usar aquello que guardaba en la parte trasera de mi pantalón. Era el momento ideal para acabar con ello, sin testigos y sin evidencia que me culpara.
Conocía muy bien mi compañía. No teníamos cámaras en el estacionamiento, desde que mi padre tuvo una amante y las cámaras lo grabaron. Las personas no salían a esa hora de la tarde y no había nadie más que nosotros tres en el amplio lugar. Divisé por encima de mi hombro, sobre los autos, corroborando que estábamos solos. Parecía como si el abogado escuchara mis pensamientos, porque cuando di un paso adelante, él retrocedió tres. Me temía, aunque de la boca para afuera me retaba.
Di varios pasos más, hasta que la espalda de Dalton chocó contra el vidrio de uno de los autos aparcados. Una ola fría entró por las aberturas del estacionamiento y elevó mechones de su cabello. Él se aferró al auto y elevó el maletín a su pecho. Amplió sus ojos y despegó los labios cuando me acerqué lo suficiente para tocar el maletín con mi dedo índice. Emití una torcida sonrisa y enarqué la ceja derecha.
—¿Cuánto quiere apostar que sí lo detengo y acabo con todo esto?
—¿Qué va a hacer? —preguntó e intentó buscar fuerzas—. ¿Matarme?
Relajé el entrecejo y sonreí.
—¿Por qué no? —Con un rápido movimiento de manos saqué el arma de mi cintura y la apunté en su frente—. ¿Qué pasa si tiro del gatillo? ¿Qué pasa si acabo con todo esto? No creo que a mi hermano le importe buscarse otro abogado. ¿Usted esta dispuesto a perder la vida por una persona que solo le pagará su gana?
El hombre se mantuvo estático, con los ojos abiertos y un leve temblor en sus labios. No pensaba usar el arma, de no ser porque el abogado intentó zafarse de mi agarre. Me propinó una patada en la pierna izquierda y me dobló de dolor. El arma se cayó de mis manos y él la sujetó. Fueron segundos en los que no pensé la acción siguiente. Cuando supe de mí, me había abalanzado sobre el hombre. Forcejeamos y surgió la detonación.
Ambos nos quedamos paralizados, con el arma entre nosotros. Lo miré a los ojos y él despegó sus labios. Poco a poco regresé en sí. Sentí el gatillo en mi dedo. Miré el cuerpo del abogado y la forma en la que se desplomaba con lentitud al suelo. Él llevó su mano al estómago y se tiñó de sangre. Bajé la mirada a su camisa azul marino y observé la mancha oscura en la superficie, junto a un hilo de sangre que comenzaba a correr por el suelo. El abogado balbuceó algunas palabras, aun con mi mirada sobre él.
Heenan estuvo a mi lado en segundos y me quitó el arma de las manos. Comentó que se haría cargo de meter el cuerpo en la maletera del auto y quitar la sangre del suelo. Era la primera persona que mataba con mis propias manos. Era una sensación extraña, atemorizante, pero al mismo tiempo me infundía una adrenalina de la que me volví adicto. Nunca usé mi arma contra alguien. No hice más que lanzar un disparo al aire o asustar. Esa fue mi primera vez, y la segunda fue ocho minutos después.
Mi corazón palpitaba con rapidez. El abogado se moría en mi estacionamiento, con la mano sobre su herida, intentando controlar la hemorragia. Él balbuceó que lo ayudara, que no lo dejara morir. En otro momento habría tenido compasión por él, pero al saber que todo lo de mi hermano terminaría con él me sentí dichoso. En lugar de tenderme en el piso y presionar su herida, le hice el favor de no sufrir más.
Le quité el arma a Heenan de las manos y la posicioné sobre la frente del abogado. Con un suave movimiento el disparo salió y más sangre brotó de su cuerpo. Las gotas impactaron mi camisa y parte de mi rostro. Me teñí con la sangre del primer inocente de ese día. Me quedé observando la obra de arte, la sangre, los sesos que se veían en la abertura en la cabeza y los ojos abiertos, con esa mirada de impresión.
Un sollozo me hizo quitar la mirada del hombre. A mi derecha estaban dos de mis empleados, estáticos, mirándome. Una era la contadora y el otro era uno de los asesores. Ellos retrocedieron al verme sujetar con fuerza el arma y caminar hacia ellos. La mujer elevó las manos y me suplicó que no la matara, que guardara el secreto. La única persona en la que confiaba era Heenan; solo en su palabra creía.
—Sin testigos —susurré.
La primera en recibir el disparo fue ella, justo en su corazón. El otro intentó correr, pero no fue lo bastante rápido para esquivar el disparo en la parte trasera de su cabeza. Fueron dos personas más que dejé tendidas en el estacionamiento, con sangre manando de sus cuerpos y los miembros discordantes sobre el suelo. La chica había perdido su zapato y el hombre arrojó el maletín a un lado. Caminé más cerca y me cercioré que no tuvieran pulso. Heenan me siguió de cerca y me quitó de nuevo el arma.
Fue como si no estuviera dentro de mi cuerpo y observara un asesinato desde una distancia. Heenan colocó una mano sobre mi hombro y me indicó que nos marcháramos. Primero pensé que metería todos los cuerpos en el auto, pero al llegar más personas por el sonido de la detonación, huimos como los prófugos que días después fuimos. Él me ayudó a subir a la camioneta y nos alejamos del estacionamiento.
Justo allí nos convertimos en los más buscados de Estados Unidos. Me refugié en un lugar asqueroso, ideé más planes, acabé con la vida de Clarice y destruí la poca convicción que quedaba en Leonard. Me uní a Andrew para acabar con la compañía que manejaba Ezra y me reuní con una persona que hacía tanto no veía de cerca. Pensé que todo marchaba sobre ruedas, cuando la noticia de un asesinato que yo no controlé, que no pedí y que no acepté, fue la noticia que Heenan me dio.
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