La inocencia de su mirada, su aspecto desvalido despierta en nosotros el instinto protector que la mayoría llevamos dentro.
En el caso de los bebés humanos, un ser humano nuevo de paquete, cero kilómetros, recién salido del horno, completamente inocente, manso, y dependiente suele ocurrir la misma reacción. A diferencia de otras especies, los humanos nacemos siendo completamente inútiles, incapaces de hacer nada por nuestra propia supervivencia, con excepción de llorar, lo cual ayuda bastante.
Cuando yo era niña sentía una atracción inmensa hacia los bebés. Me fascinaban. Me encantaba cuidar los bebés de las señoras de la iglesia, y me peleaba con mis amigas para hacer esta tarea de cuidadoras. Pensaba que cuando creciera y tuviera un hijo lo amaría mientras fuese pequeño. Una vez grande perdería toda mi atención. Eso pensaba, hasta que tuve a mi hijo. Sin embargo, no estaba yo del todo errada.
Los bebés nacen pequeños y dependientes pues es la forma más natural de ganarse nuestro amor, despertar nuestra ternura y todos nuestros instintos protectores. Desde que está en el vientre, ya despierta esos instintos. Se crea la relación de dependencia más sana y necesaria que pueda existir. La relación padres-hijos. Soportamos todo, berrinches, mal genio, caprichos, exigencias. Ponemos nuestro yo a un lado por amor a ellos. Es la únca relación en la cual no es psicologicamente recomendado decir "yo no sigo aquí, me voy". A medida que van creciendo nuestro amor sigue allí y nos enfrentamos a la adolescencia, soportando tempestades hasta que todo vuelve a la calma. Todo gracias a esa relación de dependencia que se originó muchos años atrás. Se imaginan cómo sería todo de distinto si nuestro hijos vinieran al mundo siendo ya grandes?
Sin duda, otro gallo cantaría!
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