Cuando uno escucha hablar de un joven que tiene problemas de conducta o que exhibe rasgos incompatibles con lo que se considera una actitud sana ante la vida, la tendencia inicial es a censurarlo o condenarlos directamente, sin más análisis.
Pero si en lugar de quedarnos solo en el personaje que tenemos frente a nuestros ojos, buscáramos hacia atrás en el tiempo, veríamos una larga cadena de seres que están conectados para producir el resultado indeseable que aparece en la actualidad.
Ese chico problemático o desviado del buen fin, es con toda seguridad víctima de unos padres quienes a su vez fueron víctimas de otros que también fueron mal manejados y éstos de otros, y así sucesivamente, hasta un recóndito comienzo que se pierde lejanamente en las brumas de la antigüedad.
Tal cosa desde luego, no exculpa en lo absoluto al malhechor que no ha podido escapar de los condicionamientos que le impone su historia, pero tomarla en cuenta nos puede ayudar a comprender las causas de sus acciones y a reflexionar sobre lo que debemos hacer para cortar la perversa cadena de las víctimas.
Poco es lo que se logrará con una simple explicación de lo que condiciona la conducta actual, si no se hace una intervención para cambiar las cosas.
Y con esto no me refiero a impeler una loable campaña pública para restituir los valores familiares y sociales, lo cual es sin duda necesario, sino a que cada individuo haga una revisión de su historia personal, para ver cómo fue tratado en su propia familia y si por casualidad, no estará siendo una de esas víctimas, que forma a otras y así sucederá hasta el infinito.
En un análisis de esa clase no vale la manida justificación de “así me criaron a mi”, ni la cómoda frase “loro viejo no aprende a hablar"; nada de eso.
Siempre se puede cambiar y cada cual tiene el poder de usar su propia vida para poner fin a una larga fila de esclavos de la repetición.
Todos podemos contribuir en algo a que haya más seres libres en el mundo y un ambiente más sano para todos.
