Profundo Misterio | Capítulo 2

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La primavera se acercaba.

Al presente éramos cuatro.

La inclusión de Ian no me agradaba.

Alto, flaco, tono pálido con cabello oscuro casi negro, sonrisa deslumbrante; difícil evitar la atracción física. Pero eso no era todo. Su intelecto era irreal, tenía una respuesta perfecta para todo; su mirada intrigante, misteriosa, tan fuerte como si ocultara un mundo entero. Apreciaba y odiaba la presencia de aquel chico.

Su carisma y capacidad persuasiva lo condujo de inmediato a ser líder del grupo. Todo lo que indicaba era ejecutado. Increíble.

Las bicicletas quedaron en la historia luego de esa noche. Ahora la mayor diversión se encontraba en la piscina del lugar.

Fines de semana transcurrían entre ésta y las casas de... los tres. Creo que era la única que opinaba internamente lo extraño de no recibir de Ian una convocatoria siquiera a conocer internamente su hogar; no ofrecía ni excusas cuando se lo solicitábamos. Su respuesta no era más que sonreír y bastaba para nosotros, o mejor dicho, para ellos dos.

Las incógnitas no finalizaban, me invadian.

El primer sábado de Abril jugábamos, durante el atardecer, con el viejo balón de Luciano, que parecía contaba con un montón de uso: no tenía ni una pizca de color, era gris, sin algunas partes de su cubierta, y un tanto desinflado.

El fútbol no era lo mío. Risas fuertes, e incluso, burlas no tomadas en serio fue el resultado de la única vez que acerté, al patear, de manera decente; el balón salió disparado. Cayó sobre la piscina que se encontraba a unos diez metros. El asombro nos invadió. Anna, como era habitual, gritó. Luciano se llevó ambas manos a la cabeza. Ian, por otra parte, luego de cerrar su boca, dió los tres pasos que nos separaban, extendió sus largos brazos y me abrazó. Jamás lo había hecho, quizá por mi trato un tanto distante en comparación con el de los demás hacia él. Tengo que admitir que fue de mucho gusto, aunque eso solo formaba una pequeña parte. Sentí mi cuerpo paralizado. Mi mente entró en un estado profundo de... temor.

No sé cuánto permanecí de tal manera, supongo que muy poco, porque afortunadamente, al parecer, nadie notó mi ida. Intenté no tomarle importancia. Pensé que no era más que otro de mis pensamientos negativos.

Caminamos hacia la piscina. Era de las clásicas: rectangular, con una parte poco profunda y otra de tres metros de fondo, para nadadores, lo cual no era ninguno de nosotros.

El balón estaba fuera del alcance. Concluimos que al día siguiente lo extraeríamos.

Estando Anna en el borde de fracción de mayor profundidad, Luciano bromea sobre empujarla. De inmediato y con sonrisa nerviosa ella se aleja de allí colocándose a mi lado.

Al paso de unos minutos la conversación se divide. Ian toma el lugar en el que yacía Anna mientras habla con Gordo (como solíamos llamar a Luciano por sus casi 80 kilogramos de peso).

Señalé a Anna una hermosa flor de mediano tamaño. Cuando pienso en mostrarla igualmente a los chicos, mi visión se centra en una escena escalofriante: manos que emergen del agua con movimientos bruscos creando multitud de gotas que caen, en parte, sobre mi brazo izquierdo y ambas piernas. No escuché nada; el silencio fue ensordecedor.


Oí voces desconocidas. Un gran resplandor me dificultó contraer por completo mis párpados. Giré mi rostro a la derecha, nada. Al otro lado encuentro a mi madre. Demoré un instante en divisar su esclerótica con tonos rosa, ojos en general hinchados y con brillo, brillo que caía en forma de lágrimas.

-¿Qué tienes mamá?- Pregunté.

No terminé de pronunciarlo cuando el horrible suceso me impregna.

-Ian... - Alcancé a expresar a baja voz, casi como susurro, anticipando gotas fluyendo por mi rostro, una vista perdida y el resto de mi cuerpo adquiriendo nostalgia y tristeza absoluta.

Ian, el chico misterioso, había muerto.


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