Fuente
Es asunto que exige a cada paso, entre otras no pocas obligaciones, separar lo real de lo aparente para luego tender los resultados con sentido de aproximación e invariable carácter de reproducción intelectual del pasado.
No fue el personaje que en lo sucesivo ocupará nuestra atención, de quienes alcanzaron arrancar a la historia un papel relevante, propio de los caudillos militares del siglo XIX venezolano orlados de epopeyas.
Digamos que surge adventicio, literalmente hablando, de una figura en extremo polémica, de notoria e indiscutible connotación, todavía hoy, en la historia de alcance local y nacional: Ezequiel Zamora Correa. Sobrino nieto entero en línea materna de don Juan Francisco Pereira y González de Araña (o Arana).
Resulta de provecho señalar que nació don Juan Francisco en el valle de Nuestro Señor San José de Cagua —espacio geohistórico del Valle de Aragua—, colindante con Villa de Cura, Venezuela, el 23 de junio de 1736. Hijo legítimo y de legítimo matrimonio del capitán y Alcalde ordinario de este centro poblado, don Sancho Pereira y Arráez de Mendoza (propietario de tierras y esclavos) y de doña María Josefa González de Araña y Orta.
Casó en fecha imprecisa con doña Luisa María Pérez. De la pareja brotaron: Ángel Timoteo de El Socorro, Ana Lucrecia de San Joaquín, Francisco Antonio de Jesús, Joaquina Antonia de Santa Ana y don Juan Ángel Pereira Pérez, todos villacuranos.
Fue este último criado en Valencia (Carabobo). “Capitán de los Ejércitos de la República” durante la gesta de Independencia y “Comandante de Milicias” de Villa de Cura en 1839. Casado el 29 de julio de 1785 en la Villa de Todos los Santos de Calabozo (Guárico), con doña Marcelina del Rosario Gutiérrez Báez. Natural y vecina de esta villa. Hija de don Andrés Javier Gutiérrez Noriega y doña Manuela Antonia Báez.
No me propongo, en rigor, tejer la biografía de don Juan Francisco Pereyra, portador de añejos apellidos entrelazados, ora por consanguinidad ora por lazos de afinidad, con numerosos apellidos locales de campañilla. De eso no se trata. Mas, sí, de poner al cabo de la calle el llamativo hallazgo testimonial que pone de en redondo las cotidianidades, esa suerte de insondables pinceladas humanas que aportan fisonomía, estructura, funcionalidad y propia personalidad a los pueblos en el tiempo.
Trátase de un testimonio gráfico fechado el 10 de agosto de 1796 en Villa de Cura por ante el Escribano público Joseph Ygnacio Pardo Lozano.
Brota de él la causa ejecutiva seguida por don Eusebio Monroy contra el sexagenario don Juan Francisco Pereyra y González de Araña (o Juan Pereyra, como a secas se le identifica en documentos de la época) por deuda insatisfecha montante a 47 pesos.
El origen del aprieto no es revelado por la fuente de primera mano. Tampoco hace referencia a préstamo de dinero a interés.
Documento testigo datado el 31 de mayo del relacionado año, sustenta que Monroy se ejercitó en el oficio de estanquillero del ramo de tabaco en el “sitio del Guárico”, emplazado en jurisdicción de la Villa de San Luis de Cura, con fianza de 200 ps. otorgada en dicha fecha por su socio, don Simón Velásquez, conforme con lo ordenado por el entonces Señor Administrador de la Renta del tabaco, don Juan Antonio de Casas.
Los Estanquillos, nos dice Arcilla Faría en su Historia de un Monopolio. El Estanco del tabaco en Venezuela (1779-1833), eran los expendios donde el público adquiría el producto en las diferentes formas, considerado para la época artículo de primera necesidad al igual que los comestibles de preciso uso.
La asignación del Estanquillo, asevera el precitado autor, resultaba de someter a concurso entre los sujetos más abonados, dándose señaladamente a los pulperos más acomodados, quienes no obstante su crédito asegurarían con suficientes fianzas los intereses de la Renta que entraran en su poder.
La deuda de Pereyra tenida con Monroy -no titubeo al afirmarlo-, provino de su indómita adicción al tabaco.
La instrucción de 1785 sobre la comercialización del producto, mandaba que no se podría vender tabaco al fiado y el estanquero que lo hiciese, sería por su propia cuenta y riesgo.
Pero, ¿cómo podía Monrroy desairar a quien exhibía, no sin sumo orgullo, los sobresalientes apellidos del deudor?
Mi interrogante apunta en dirección de aquel clan familiar que compuso la oligarquía territorial y municipal de los primeros ayuntamientos villacuranos a partir de la tercera década del siglo XVIII. No pasemos por hecho inadvertido, por otra parte, que era interés principal de la Renta que el consumo se mantuviese en el más alto posible.
Así las cosas, el Señor Alcalde de segunda elección despachó mandamiento de ejecución contra la persona y bienes de don Juan. De consiguiente se le hizo arrestar. Pero, en manera ninguna en la cárcel pública, apretujado con hombres del común o de todas las calidades, sino —conforme con sus preeminencias—, en las Casas Capitulares; esto es, en el edificio sede del Ayuntamiento.
Pidió Pereyra a su acreedor le admitiese un fiador por la cantidad de 37 ps. en virtud de haberle satisfecho 10 ps. dentro del término de cinco meses más las costas.
Convino Monroy en el arreglo y aceptó por fiador a José de la Cruz Muñoz, quien se constituyó por tal en la cantidad de 45 ps., los treinta y siete de principal [o capital] y los ocho de las costas, y se obliga a satisfacerlos dentro del término de cinco meses contados a partir de esta fecha con más las costas que se causaren hasta su ejecución y pago.
La fuente prescinde de mayores datos sobre el susodicho fiador; pero, es documentalmente claro que careció del título de dignidad de “don” y no sabía leer y escribir.
Fueron testigos del acto don Juan Antonio de Casas; el caraqueño don Manuel de los Ríos González, entonces Capitán de Milicias urbanas, mercero, prestamista, propietario originario de las históricas “Casa de Boves” y hacienda trapiche “El Ancón” —sitas en jurisdicción villacurana—, y don Domingo Antonio Pardo Lozano, cuñado del precitado Ríos González.
Quedó así sellado este episodio de las pujanzas del tío abuelo de Ezequiel Zamora Correa, atareado, como visto ha sido, en poner a buen reguardo su acrisolado linaje.