Corro adelante con el montón de caras desconocidas, que a mi nivel de consciencia no son más que borrosas exhalaciones, todas unidas por una misma causa. Todos gritando al unísono las consignas de libertad y de luto por los compañeros caídos los días pasados.
Llenamos la autopista, bajo un sol de mediodía.
En mi mente no cabe un pensamiento más. Me siento flotar, totalmente sola e inerte sobre la muchedumbre.
Pero a muchos ya los he visto correr por sus vidas antes, esquivando bombas y perdigones.
Sigo caminando. Camino tanto que ya no siento los pies, pero sí tengo rumbo, tengo un propósito.
A lo lejos, después de varios kilómetros acumulando adrenalina e incertidumbre, al fin vimos sus motos (vehículos infernales) y sus escudos transparentes con letras gruesas y ordinarias en el centro (GNB o PNB). Sus uniformes nuevos, dándoles un aspecto más frívolo e inhumano, nos están esperando y no nos importa, aceleramos el paso con piedras y molotovs en las manos.
Miro a todos con sus cascos y máscaras de gas, otros tienen guantes y escudos improvisados. Nada nos iba a hacer retroceder.
Uno... Dos, tres y cuatro disparos se escuchan al instante que llueven bombas a los costados. Una cortina de humo tóxico que nos divide de aquellos que detrás de sus armas no parecen más que marionetas del mal.
Nosotros lanzamos piedras, molotovs, les devolvemos sus bombas, nos apoyamos y avivamos la sed de libertad de quienes se han quedado unos metros atrás.
Pero esta vez todo parece ser diferente. Somos muchísimos, tal vez si corremos hacia ellos y...
Con sus motos se abalanzan sobre nosotros, los delanteros, y se esparció el pánico como una epidemia y en cuestión de segundos todos me dejaron atrás. Tengo que correr, pero no puedo dejar de toser, no puedo ver bien a través de las lágrimas involuntarias (¿o serán de miedo?). No quiero tropezarme, pero debo buscar opciones; a mi derecha estaban mis compañeros, quienes me cubrieron con sus heroicos escudos, todos saltando al contaminado Río Guaire, un poco más atrás estaban los adultos y señoras cruzando como podían al otro lado por unos tubos que hacían de puente.
A mi izquierda, sin girar siquiera mi cara, podía escuchar el sonido diabólico de sus motos sobre mí casi rozando mi nuca. Estoy mareada. No puedo siquiera imaginar que ya tengan sus armas apuntando directamente a mi espalda.
Estoy corriendo como nunca he corrido en mi vida. Y mis reflejos son felinos ahora. No me he tropezado con nada y esquivo cada piedra del piso como si las hubiese memorizado.
Los disparos se escuchan como aplausos de presión. No dejan de escucharse, casi tan ensordecedores como sus malditas motos, pero no los había tomado en cuenta hasta que...
Un impacto, y luego líquido cálido. No entiendo qué ocurrió, sólo veo mi mano engarrotada y mi brazo cubierto de sangre.
¿Es esa mi sangre?
Me siento ajena a esta extremidad de mi cuerpo. No siento dolor, tampoco siento mis pies corriendo.
Miro a la izquierda de nuevo, pero lo único que captó mi atención fue la bomba que voló acariciando mi nariz, justo frente a mis ojos. Un golpe en seco en mi espalda me trajo de nuevo al mundo. Segundo impacto.
Todo es oscuridad. No es un sueño. Parece una pesadilla muy larga. Me quiero despertar ya. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
... Al abrir los ojos, lo primero que noto es lo bien arropada que estoy. Y que estoy desnuda.
No sé dónde estoy.
¿Por qué estoy aquí?
Tengo cables conectados al brazo.
Tengo frío a pesar del montón de cobijas.
Está bajo mi piel.
Estoy temblando.
No puedo reprimir las lágrimas.
Percibo el perfume de mi madre.
Mi amada madre, sé que está en algún lugar.
Por más que la busque no la veo.
-Mamá... ¿¡Mamáaa!? -. Balbuceo antes de intentar levantarme.
Mi cuerpo está débil. Mi mente está agotada.
Sólo quiero ver a mi mamá.
Las lágrimas corren frenéticamente de mis ojos y mi corazón está ahogándose en mi pecho.
-Mamáaaaaa... ¡Mamá! -. Ahora sí que estoy gritando.
Tardé en reconocer que estaba en una clínica. Las sobrias láminas blancas del techo, camillas vacías a un lado, las dos enfermeras que corrieron a tranquilizarme.
Probablemente no esperaban que despertara tan pronto.
No tardaron en sacarme de ahí y llevarme a la habitación donde pasé una noche.
Luego caí en cuenta de que no fue un sueño, yo viví esa pesadilla. Y de mi brazo sacaron la prueba de que todo ocurrió, dejándome dos cicatrices en el brazo y una más profunda en el alma. Se llevaron con la bala mis esperanzas y la metieron en un frasquito de cristal.
-Tuviste mucha suerte -. Dijeron. -Pudo haberte roto el hueso.
Luego de que me impactó la bala en el brazo, logré alcanzar a un motorizado de un reportero y le supliqué que me sacara de allí o los guardias me agarrarían. Me llevó lejos, fuera del alcance de las garras de esos desalmados. Y hubo otras personas que se ofrecieron a ayudarme hasta los servicios médicos.
No sentía mi brazo, pero agradecía cada segundo a las personas que me asistieron.
No sé si me arrepiento de haber arriesgado tanto por nada. No fue por politiquería.
Nada me movía más que el sentimiento de culpa y la impotencia.
El odio y el resentimiento.
Cada caído en esos interminables meses de protestas.
Sé que me arrepiento por cada lágrima que escondió mi madre, para verse fuerte y darme fortaleza a mí.
Para demostrarme que nada de eso podría con nosotras.
Por ella lamento haber estado tan cerca del peligro.