EN MEDIO DE LA NADA | Parte I [relato corto]

Dos meses atrás escribí un #fotocuento llamado COLOREADA. Hace unas semanas, mientras esperaba que Steemit se estabilizara, decidí modificarlo un poco y alargarlo; decidí darle una nueva vida. Esta es la primera parte.



EN MEDIO DE LA NADA


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El hermoso valle se extendía hasta donde alcanzaba la vista; mucho más allá de mi reflejo en el cristal. Los diferentes tonos de verde pintaban mi pálido y desvanecido rostro, dándole forma y movimiento, llenándolo de vida. Una obra de arte cambiante tras mis inmóviles rasgos. Como si todo se moviera excepto yo; como si el mundo me atravesara sin perturbarme, sin tocarme ni mancharme... Sin dejar huella.

Pero era yo quien se movía, manchada y trastornada, hacia un nuevo destino. Lo que veía era solo una ilusión, un simple reflejo en el cristal de una ventanilla. Una mentira. El mundo sí pasó a través de mí. Pasó sobre mí... y dejó sus profundas huellas. Podía verlas en el cristal, en los oscuros y deslucidos ojos que me miraban sin pestañar. Parecían flotar sobre el amplio valle, muy lejos, en el horizonte. Dos puntos muertos en una pintura viva.

El auto aminoró la velocidad, y aparté la mirada del ilusorio cristal. Al frente, y enmarcada por el parabrisas, se hallaba una pequeña casa de ladrillos con un gran bosque a sus espaldas y una amplia extensión de hierba muerta y seca a su alrededor. Mi nuevo hogar.

El auto se detuvo, a poca distancia de un portón de madera que franqueaba el largo camino de tierra que conducía a la vivienda, y sentí un nudo en el estómago.

Aquel estrecho camino en medio de la hierba seca trajo a mi mente el flácido abdomen de Mamá Luisa. Un abdomen marcado por una enorme cicatriz que lo atravesaba desde el vientre hasta el ombligo. Una cicatriz producto de dos partos por cesárea. Dos nacimientos.

Cuando era niña, Mamá Luisa solía decirme que yo había salido por allí, que la cicatriz había sido mi culpa. Le gustaba hacerme creer que yo era su hija. Pero yo ya sabía que los únicos que habían emergido de su anciano vientre eran mi madre y... el otro.

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El portón estaba abierto, sucio y corroído por el paso del tiempo, lleno de marchitas plantas trepadoras y agujeros hechos por hambrientas termitas. A ambos lados quedaban vestigios del antiguo vallado que solía rodear el terreno: pequeños agujeros entre la maleza y algún que otro trozo de madera dibujaban una línea quebrada que, al igual que la hierba reseca, marcaba los límites de la propiedad.

Pagué al silencioso conductor, y me apeé con mi vieja mochila al hombro. Ni bien cerré la puerta, el hombre puso el auto en reversa y se alejó dejando tras de sí una amarillenta nube de polvo. Cerré los ojos y aguanté la respiración hasta que se disipó.

El golpe de calor que me recibió me pareció vivificante; pero para cuando abrí los ojos, ya se había tornado bochornoso. El viento no soplaba, y pronto una capa de sudor cubrió mi labio superior.

Permanecí de pie frente al portón, con la extraña sensación de que, aunque se encontraba abierto de par en par, no estaba dándome la bienvenida. Me observaba en un silencio hosco. No parecía feliz de verme. Y mientras más lo miraba, más ganas tenía de dar la vuelta y salir corriendo. Sin embargo, no podía. Y, en realidad, tampoco quería. Sabía muy bien que lo que me aguardaba al frente no podía ser peor que lo que dejaba atrás.

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El deslumbrante sol se hallaba en lo más alto. Quemaba. Hacía menos de dos minutos que había bajado del auto y ya estaba haciendo de las suyas sobre mi pálida piel. Un ardiente hormigueo se afianzó en mis hombros y en mi cabeza rapada, volviéndose cada vez más intenso. Pasé las manos por mi cuero cabelludo, los diminutos cabellos le hicieron cosquillas a mis palmas, y llené mis pulmones de aquel aire terroso y almizclado. «Buenos olores», pensé, y atravesé la entrada.

A lo lejos, más allá de la casita, sobre las altas ramas de los árboles, una bandada de loros echó a volar, chillando con estruendo. Me detuve para observarlos, pero el ardoroso sol me espoleaba y seguí caminando, en el más completo silencio. Las aves y los árboles parecían observarme con la respiración contenida. Mis oídos se taponaron, tragué saliva para destaparlos y enseguida volvieron a taparse. El sol me encandilaba, el calor me sofocaba, el silencio me abrumaba... Mis zapatillas se cubrieron de tierra amarillenta.

No entendía toda esa maleza muerta a mí alrededor, cuando el bosque permanecía tan colorido y frondoso solo unos pocos pasos más allá. Miré con extrañeza los tallos secos. «Algún veneno, quizá.» Me agaché y tomé uno, y de inmediato se deshizo entre mis dedos.

Alcancé el pequeño porche. Saqué la llave del bolsillo delantero del pantalón y, después de unos cuantos empujones y patadas, abrí hacia dentro la chirriante puerta de hierro.


Fuentes de la , y imagen del relato, editadas en Adobe Photoshop CS6.



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