Era una tarde borrascosa de finales de Septiembre; se oía silbar el viento con fuerza y las nubes dejaban asomar de vez en cuando el azul pálido del cielo; desde el mirador de la casona, con la chimenea encendida, Julia contemplaba los picos que sobresalían sobre las últimas casas del pueblo; el tiempo invitaba ya al estudio; tenía que incorporarse a su trabajo. Mañana daría un último paseo entre los hayas que poblaban los montes, absorbiendo los colores que iban dejando los chopos que bordeaban el río. Pero antes tenía que concluir su relato.
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Se acercó al cuadro de la última Cena que colgaba en el dormitorio principal y estableció un diálogo mudo con sus personajes, pidiendo ayuda ¿cómo habéis llegado hasta aquí?.... Si estáis aquí es que no sois una tabla románica auténtica…¿alguna vez los diferentes abades de S. Pedro se han dejado engañar? la verdad es que dais el pego: el cuadro es una buena imitación.. de hecho , sé de buena tinta que fue un monje del S.XVI , fray Anselmo, el que copió el dibujo original en esta tabla que sí tenía muchos años.. Y ¿cómo habéis sobrevivido hasta hoy? Y los otras dos tablas que pintó y que deberían estar aquí ¿dónde están?
Intentando contestar a estas preguntas, al día siguiente, temprano se fue a la cercana Astorga, diócesis a la que pertenecía el monasterio, recorriendo a la inversa el camino de Santiago por la ruta por donde miles de peregrinos pasan cada día; Peñalba y S. Pedro, quedaban fuera del camino francés pero dando un pequeño rodeo con el coche por Ponferrada, llegó a Molina Seca, El Acebo, Foncebadón, Manjarín, Cruz de Ferro… Saludaba a todos los peregrinos con los que se encontraba; ella también había hecho ese camino a pie… Y cuando vivía en Astorga, y apenas venía gente por estos montes, había recorrido muchos pueblos hoy abandonados, donde apenas quedan restos de muros de piedra de antiguas casas.
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Veía estos pueblos, en el S. XVII y XVIII llenos de gente, que trabajaban la tierra y cuidaban el ganado; muchos dependían del monasterio ; este se enriqueció en esos años: lo había leído en el Achivo de la catedral de Astorga y durante el siglo XVIII se había construido la fachada principal del monasterio y los claustros; gracias a las ferrerías que se construyeron al lado de los ríos y al apoyo de nobles y del obispo, el monasterio paso una buena época;.
Las tablas pintadas que decoraban la iglesia dieron paso a una decoración más barroca, pero un fraile, que también había estudiado teología en Salamanca, admirador de la pintura románica, fray Diego, fue quien recogió con mimo esas tablas y las llevó a una habitación que había en la torre del campanario para que la humedad no las estropease.
La primera representaba una exaltación de la música,con varios personajes que parecía celestiales, tocando una vihuela
y la segunda lo que parecía una escena de trabajo
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Fray Diego había nacido en Astorga, como ella, y allí había estudiado en la escuela catedralicia; en aquel momento se estaban construyendo las dos torres de la catedral. Julia, cuando era niña, pasaba todos los días por delante de la catedral para ir a su casa desde el instituto, dejando a un lado el Palacio de Gaudí, construido muchos años después de que fray Diego abandonara la ciudad, para ingresar en la orden cisterciense,
pero podía compartir con él seguramente, el vuelo de los vencejos por el atrio de la catedral en las tardes de primavera y los paseos por la muralla, con el Teleno al fondo; A la Plaza Mayor, que tenía ya construido un precioso ayuntamiento, iba el monje de niño, cuando había mercado a vender los productos de la huerta que su familia cultivaba en el barrio de Puerta de Rey, más allá de las murallas medievales que rodeaban la Ciudad.
Julia entró en el Archivo diocesano y allí buscando documentos, pudo reconstruir lo que restaba de su historia.
Volvió al Monasterio y refugiada como otras veces en las ruinas de su claustro,viendo el paisaje a través de una de las ventanas que habían sobrevivido a siglos de ruina,
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imaginó a su tatarabuelo, don Florencio, que acababa de construir su casa, refugiándose en la tranquilidad que le daba un lugar perdido en las montañas de león, lejos de la represión absolutista, hablando con el abad del monasterio:
-Corren malos tiempos para los bienes de la Iglesia, se dice que el ministro Mendizábal tiene intención de que la mayor parte pasen a otras manos….
-Puede que algunos, respondió el abad, se salven de los expolios algunos de los muchos monasterios que ya no tienen monjes, pero me temo que, después de Napoleón que tantas obras de arte se llevó, gran parte de lo que aquí hay desaparezca; don Florencio, tantos siglos en que estas piedras se han mantenido en pie dando testimonio de la fe… desde el siglo séptimo ..
-Los tiempos han cambiado, fray Plácido; pero yo lo prometo que si vivo unos años más haré lo posible por que todo esto se conserve.
Cuando en 1835 Antonio Valdés, el nuevo propietario visitó el lugar para hacerse cargo del monasterio y de las tierras anejas a él, tuvo la grata sorpresa de reencontrarse con un viejo conocido de las filas liberales, don Florencio.
A este le cupo la tarea de mostrarle las tierras , los pueblos que habían surgido en torno a él, ricos en viñas, en neveros, en hierro, “por algo Felipe II hizo lo posible porque el monasterio resurgiera cuando parecía que ya se había hundido”. El entusiasmo del viejo político por aquel lugar contagió al nuevo y así se pudo cumplir la promesa que le hizo último abad. Se convirtió en el administrador y conservador del monasterio.
Haciendo un día inventario de los cuadros, muebles y libros que se habían ido acumulando en la habitación de la torre del campanario, descubrió las tres tablas románicas. No había ningún rastro escrito, no había nada en todos los manuscritos que se conservaban en el Archivo de Astorga, que hicieran referencia a esas pinturas.
La familia Valdés vivía en Ponferrada, que se había convertido en la ciudad más próspera de la región del Bierzo Leonés y gracias al desarrollo industrial había sobrepasado con creces en población a la milenaria ciudad de Astorga, cargada de títulos. Y allá se dirigió a lomos de su caballo que le llevó por el estrecho camino, bordeando el precipicio hasta la carretera donde ya pasaban coches de línea hasta Ponferrada.
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-No sé qué pensar de las tablas románicas que he inventariado, es posible que no sean auténticas del S. XII pero te aseguro que valen la pena ¿qué hago con ellas? “–conversaban con una copa del buen vino que daba la tierra, contemplando la esbelta silueta del castillo templario.
-Florencio, me gustaría agradecerte todo lo que has hecho por el monasterio; elige una de las tres y las otras dos las instalaré aquí , cuando tenga ocasión de traerlas; mientras tanto déjalas en la torre a buen recaudo.
Y así fue como la pintura de la Sagrada Cena románica llegó a la casa de sus abuelos, y ocupó el lugar de preferencia donde Julia siempre la había visto.
El epílogo de la historia es triste como todo lo que tiene que ver con el paso del tiempo y el abandono: el monasterio sufrió un incendio en 1842 que lo dejó en ruinas. A partir de ese momento, los expolios se sucedieron. Los hijos de D. Florencio, apenas iban al pueblo unos días en el verano y lo mismo sus nietos.
La única de los descendientes del político liberal que heredó el amor por esas tierras fue Julia; en uno de los veranos más recientes tuvo noticia de que unos “falsos restauradores” se habían llevado los tesoros enterrados por los escombros del tejado del campanario, hundido después del incendio. ¿ dónde estarán ahora las dos tablas restantes que su tatarabuelo había querido preservar con tanto entusiasmo?
Julia se sintió feliz ; por fin había encontrado una explicación al misterio del cuadro; se le echó la noche encima, paseando por la orilla del río, a la luz de una luna que no volvería a sentir hasta el próximo verano.