Julia había visto toda su vida un cuadro románico en la cabecera de la cama, en la casa de sus padres, un caserón de piedra en la montaña de León. Era una representación de la última cena, en la que Jesucristo se despide de sus discípulos, antes de ser apresado y condenado a muerte; sabía la importancia de esa cena para el desarrollo posterior del cristianismo, puesto que cada vez que un grupo de cristianos se reuniesen, en nombre de Cristo, su espíritu estaría con ellos, y el pan y el vino que compartiesen se convertiría para ellos en el cuerpo y sangre del mismo Jesucristo.
Tantas veces había visto representada esa última cena en retablos, tablas, frescos y cuadros que no había reparado especialmente en el que presidía esa habitación, hasta que un día en que dejaba vagar su vista por los magníficos colores de esa tabla, empezó a contar y ¡no había doce apóstoles!, ¡había sólo once! Pero ¿por qué?¿ el pintor habría prescindido de un apóstol? ¿ o alguien que encontró la tabla la había roto para que no apareciese uno de ellos? y ¿quién podría ser sino Judas?
A ella desde niña le había impresionado la historia de Judas Iscariote; ya el mismo nombre le producía terror: había traicionado a su amigo y a cambio de su traición, cuando vinieron a prenderle, le habían dado treinta monedas de oro; pero lo que más terror le inspiraba era la imagen de Judas, que, arrepentido de lo que había hecho, arrojó las monedas y se suicidó colgándose de un árbol.
Era posible que el que pintó la tabla o el que la encontró pensara que un hombre así no merecía figurar al lado de Cristo y sobre todo al lado del apóstol Juan, el preferido, o también podría ser que pensara que eso de convertir a Judas en el símbolo de la maldad, era no comprender la verdadera naturaleza humana y que en verdad Judas había sido un pobre hombre y por tanto, digno de compasión.
Repasó todas la imágenes de la última cena que encontró en internet, románicas, góticas, renacentistas… y en todas encontró doce apóstoles. Y a Judas, muchas veces lo representaban sin corona, con una bolsa detrás de la espalda y con cara de malo para que fuese reconocido y rechazado.
Solamente encontró un frontal del siglo XII, en que parecía que eran once apóstoles, pero estaba muy deteriorado y no se veía bien. Y, realmente, había muchas semejanzas con el que estaba en su casa. Claro que este estaba pintado sobe una tabla, que daba la impresión de estar desgajada algún sitio y con restos de haber tenido carcoma.
Sus padres habían heredado esa tabla y todo lo más que pudieron decirle es que sus abuelos en alguna ocasión habían comentado que procedía de una finca que poseían los agustinos, al lado de Salamanca, llamada “La Flecha”, donde Fray Luis de León se retiraba a descansar y donde se inspiró para escribir la oda “A la vida retirada”.
Esa tabla no podía ser auténtica, probablemente sería una copia hecha por algún antepasado suyo basándose en ese frontal de San Miguel de Soriguerola, en la provincia de Gerona, donde aparecen sólo once apóstoles, pero ¿ quién la pintó y por qué eligió esa y no la tradicional de doce apóstoles?
La casa la habían edificado sus tatarabuelos que habían llegado a ese pueblo tranquilo, San Pedro de Montes, perdido en la montaña leonesa, según pudo saber leyendo viejos papeles conservados en un cofre de madera, procedentes de Madrid. Don Florencio había ocupado un puesto importante en el gobierno liberal y tuvo que huir de la persecución absolutista.
El había conocido en uno de sus viajes las ruinas del impresionante monasterio que da nombre al pueblo. Y encontró allí el refugio que buscaba, dedicado a sus libros y a la música y la pintura.
A Julia le gustaba perderse en verano por esas ruinas e imaginar cómo bullía la vida en la Edad Media, en un lugar ahora prácticamente abandonado, y con un difícil acceso, porque apenas podían cruzarse dos coches en un camino que bordeaba un precipicio de vértigo.
Una tarde de verano, refugiándose del calor entre las ruinas de los sólidos muros del monasterio, cubiertos de vegetación, veía en su imaginación las idas y venidas de los monjes del refectorio a la biblioteca , de la Iglesia al huerto, y se imaginó una historia que bien podría ser la explicación de por qué esa tabla románica había ido a parar a su casa.