A Julia se le terminaban las vacaciones; le quedaban quince días para abandonar su particular retiro en los montes Aquilanos de León; se iban a terminar sus paseos solitarios por esos lugares donde se refugiaban en el pasado los monjes que huian del contacto con la gente, fundando cenobios; la última vez que visitó la cueva de S.Genadio y la iglesia mozárabe de Peñalba de Santiago, el paisaje se iba tiñendo de los colores del otoño. Y fue allí, en la cueva, en el Valle del Silencio, donde pudo imaginar cómo pudo llegar la tabla de la Última Cena con sólo once apóstoles, a la casa de S. Pedro de Montes, donde ella siempre la había visto decorando la cabecera de la cama del dormitorio de sus abuelos.
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Buena conocedora de la historia y el arte, echó a volar su imaginación y las musas atendieron su reclamo proporcionándole el relato que a continuación se transcribe:
“Cuando el monje Garsea murió, en el monasterio de Nuestra Señora de la Espina, en la provincia de Valladolid, sus dibujos y copias habían quedado olvidadas en su saco de cuero, en un rincón de una pequeña biblioteca, aneja a la Sacristía; biblioteca, que nunca fue tan activa como la de otros monasterios; quizá por eso había pasado desapercibido.
Muchos años después de su muerte, un joven novicio, Ludovico, que procedía de Italia, contemplaba las obras de ampliación que se estaban llevando a cabo mientras adoraba la reliquia de la Santa Espina de la corona de Cristo , en su relicario , y rezaba por la reina doña Sancha, quien la había regalado al monasterio fundado por ella tres siglos antes; “si el monasterio seguía creciendo era gracias a esa reliquia”
El joven monje estaba convencido, también, como sus compañeros italianos, de que era necesario reformar la orden para adaptarla a las nuevas estructuras políticas; sus superiores contaban “con su espíritu independiente para contribuir a ese cambio”, eso le habían dicho antes de enviarle a España. Se habían creado ya las primeras “Congregaciones”, para descentralizar esa inmensa orden. España primero, y también Italia se habían sumado a esa reforma.
En todo eso pensaba mientras veía cómo picaban la pared de piedra de la capilla que querían derribar . Al quedar al descubierto una parte de la biblioteca, oculta por un pequeño altar que estaban cambiando de sitio, Ludovico, se acercó a curiosear y entre varios manuscritos cubiertos de polvo descubrió un saco de cuero envejecido; lo llevó rápidamente a su celda, porque estaban a punto de tocar vísperas y tenía que acudir a rezar al coro.
Después de Completas, limpió el polvo del saco y extendió sobre su cama la colección de miniaturas y dibujos, que mantenían vivos sus colores a pesar del tiempo transcurrido.
No tuvo ninguna duda de que se trataba de copias del siglo anterior; él había pasado muchas horas en la abadía florentina de Settimo, copiando manuscritos y miniaturas para otras abadías; en los comienzos del S.XV fue esa abadía un foco de cultura y él había tenido la suerte de poder entrar allí como novicio.
Se detuvo en la pintura de la Última Cena “¿He contado bien? Hay sólo once apóstoles…”
Y en lugar de entregar al superior el contenido de todo el saco se quedó con este último, pensando que sería un “pecado venial ”si lo llevaba con él a la Universidad de Salamanca. Allí tenía que ir para colaborar con los reformadores de la orden: iban a abrir un Colegio para que los monjes estudiaran en una de las universidades más prestigiosas del occidente europeo.