Mis abuelos paternos eran labradores de un pueblo leonés de tierras de secano, cercano a la provincia de Valladolid, de tierras llanas, con pocos árboles, pero situado al lado de la carretera nacional, lo cual propiciaba fáciles comunicaciones. Tiene un nombre sonoro y sugerente: Matallana de Valmadrigal. La vida de un labrador en aquellos años de principios del siglo XX, era dura y no había muchas perspectivas de mejorar.
Mi abuelo, inteligente y de espíritu emprendedor, decidió entonces, como tantos otros en la provincia, buscar en el Nuevo Mundo, nuevas oportunidades; Argentina, un país rico, ofrecía muchas posibilidades y era, por eso, el destino preferido por la mayoría de españoles que querían mejorar
Mi abuelo dejó a su mujer con los dos pequeños para que mantuviera la labranza y se fue con los dos mayores. Mi abuela era muy capaz de llevar adelante la casa, la labranza y los niños; aparte de carácter, tenía una gran fuerza física; con ella conviví muchos años durante su vejez; a mi abuelo, por el contrario, apenas lo conocí de niña cuando íbamos a visitarlo al pueblo que olía a siega y a lumbre de paja, puesto que no había mucha leña por los alrededores.
Sería allá por los años 30 del siglo XX, cuando cogieron un gran transatlántico, así se decía entonces, en Vigo. Creo que la travesía duraba un mes aproximadamente.
Al principio le fueron bien las cosas, pero la mala suerte hizo que su hijo con algo más de veinte años enfermó y murió. Mi abuelo, desanimado, volvió al pueblo. Su hija se casó con un gallego emprendedor y ganó mucho dinero, según me contaba, de niña; tuvo una hija y sólo volvió de visita .
Yo tenía seis o siete años, cuando conocí a mi tía y a mi prima que venían de Argentina; venían cargadas de regalos, de cosas que en España no existían. Eran los años cincuenta; recuerdo los objetos de plástico, los paraguas de mujer, el “plexiglás, las medias de cristal, los vestidos de mi prima, su manera de hablar, la vida que llevaban... Argentina fue para nosotros, o al menos para mi, un lugar casi mágico;
Mis abuelos volvieron después para cuidar a su nieta; cuando el abuelo enfermó regresaron al pueblo y allí pasó los últimos tiempos, antes de morir.
Por tanto, cuando yo fui a Agentina, en el 2011, no era simplemente un viaje turístico más; es verdad que las tornas habían cambiado: los argentinos emigraban a España en busca de trabajo, mientras que los españoles hacíamos turismo, que para nosotros era barato. Argentina había decaído, es cierto, pero yo me encontré un país hermosísimo, una ciudad, Buenos Aires, grandiosa,
unos edificios, magníficos, construidos en la época de bonanza, unos cafés, unas bibliotecas, unos cementerios, unos teatros, etc. que demostraban lo que había sido en la época en que mis abuelos habían emigrado;
conocí el carácter abierto, la amabilidad, el buen gusto de los argentinos , su espíritu artístico.
Mis abuelos habían ido a buscar trabajo y dejaron allí una semilla de su tierra que yo pude reencontrar muchos años después y recorrer tantos lugares que ellos hubieran querido visitar.
Quizá en otro post os cuente algo más de ese viaje que me llevó a lugares tan diferentes, que parecerían países distintos: sorprendentes, inhóspitos, bullangueros, salvajes, exuberantes. Hoy he querido rendir tributo a mis antepasados, que me abrieron el camino.