En la tarde de mi vida
tu suave brisa me alcanza,
y el dolor de la añoranza
destroza mi alma herida,
y me expone a la caída,
en tus brazos inocentes,
que abrazan ardientemente
mi humanidad impasible
y la pasión invencible,
del amor de un penitente.
Eres tú, con tu sonrisa;
es tu luz y tu ternura,
y esa voz con su dulzura,
que al ser tu nombre Clarisa,
me destroza tan deprisa,
que rompo en amargo llanto,
que ya por amarte tanto,
mi corazón se destroza,
y un filo de daga roza,
mi pecho que causa espanto.
Es por ello que te evito,
y evito recuerdos grises
para dejar los matices,
de un dolor que se hace grito,
de una sonrisa que imito,
que me devuelve al pasado
cuando pequé desbordado,
de tu cuerpo virginal,
no hago más que recordar,
el llanto de un desgraciado.
Al saber que me querías,
pero, engañabas mi empeño
de convertirme en el dueño,
de tu olor que perdería,
si no decidías un día,
cargar con todo el destino,
que uniera nuestros caminos,
que llevaban nuestro encuentro,
por subir al firmamento
entre sábanas de lino.
Y no hay que ser adivino,
para saber de tu engaño,
y pretender hacer daño
al beberte como el vino,
aquel hombre del camino,
que confundió sus quereres,
y te envolvió en mil mujeres,
de su colección grotesca,
y meterte en esa fiesta
donde entregaste lo que eres.
Por eso hoy doy mi vida,
para olvidar esos años,
de burla y de mil engaños,
en tu caricia vendida,
que marcó con gran herida,
y aún tarda en ser curada,
pero casi superada,
por una nueva pasión,
que me brinda con tesón
un amor puro sincero,
que limpia con gran esmero,
y renueva el corazón.