No conozco otra forma de incinerar al ego que no sea pensando en la muerte. Naturalmente, sin contracciones dolorosas, damos a luz un nuevo sentimiento cada vez que, consciente o inconscientemente, la sola idea de la muerte se asienta en nuestros pensamientos. Todo en ella desgarra. Si el ego, promontorio gramatical del «yo», pudiese sentir, pudiese pensar por sí mismo, sólo lo desgarraría la noción que se maneja de la muerte; es, al mismo tiempo, pensar que si el ego manejase una vasta ramificación sensorial, un sistema que la llene de sensaciones orgánicas, esto es, que ese dédalo ontológico zurcido con misteriosos metales fundidos que configuran sus caminillos, sus entradas, sus salidas y sus escapes, pudiese sentir en el sentido más cortante y metálico, las pisadas que lo surcan como si hondonada fuese, experimentaría un dolor repetido, como un «orgasmo negativo», antípoda de sí y opuesto a sus propósitos orgánicos; carcomiéndolo, sobrepasándolo con una dolencia plural y única, llamada nosotros. Y aunque no posee ni poseerá en sí mismo un organismo que le otorgue capacidad sensitiva que lo atasque de placer o dolor, no quiere decir que no suceda, repetidamente, esa pisada que mentidamente dice dragarla, purificarla, humillarla, hacerla susceptible de anélidos, alegando que la tierra es porvenir de grandes frutos. Si existe entidad que pueda proferir eso, se llamaba antiguamente «serpiente» —ser pensante y caminante—, pues, fue condenada a reptar sin locomoción natural y hoy, sin embargo, domina la tierra y es poseedora de ella.
La muerte siempre sucede como estallido cual erupción volcánica, mas, a diferencia de los volcanes, nunca está dormida, tan sólo es paciente, demasiado paciente. Y su sala de espera somos nosotros. Y, a diferencia de nosotros, no se embarga estúpidamente en una revista de lecturas fugaces, dedicadas a distraer la mente. La belleza de la muerte no reside en la majestuosa levedad con que se presenta de la forma más abyecta o ridícula sino en su portentosa capacidad de trocar la belleza de la vida, la belleza de la existencia; sólo la muerte, dotada de omnipotencia —será acaso expresión de forma universal del Creador; una de sus muchas manifestaciones posibles que no se precipita a través de milagros inesperados sino a través de dramas inesperados— es capaz de aseverar con un ramalazo, con un relámpago que llega de forma inesperada, incandescente y derramándose como una decoloración en las hojas a espera de un fulminante golpe estival, la caducidad de la existencia del «yo». Cuando no es manifestación azarosa sino pensamiento latente, sus devenires en el hombre son una metamorfosis que gradúa la inestabilidad y la asfixia, síntomas presentes hasta en el más seguro de sí, de su ego y de su existencia. De pronto piensas en un bonito plan de vida y ¡zas! Se te aparece la muerte. De pronto estas experimentando una dicha circunstancial o lograda y ¡zas! Se te aparece la muerte. De pronto estas escribiendo un post para Steemit y ¡zas! Se te cruza la muerte.
Cuando la muerte se hace inmanente a cualquier pretensión que es en cada amanecer alba tan luminoso, el ego sufre lasitud y, como cualquier sufrimiento, así sea en algo tan inmaterial como el «yo», es orgánico; lo siento el ego a través de la carne, de nosotros. Es que la muerte tiene de su parte a la eternidad, mientras que el «yo» sólo tiene de su parte a la posteridad. ¿Cuál es más duradero; la eternidad o la posteridad? ¿Cuál es el soporte de cada uno? El soporte de la eternidad es el universo, lo predestinado, lo natura —obsesiva naturaleza que nos recuerda a la muerte con la mismísima muerte; sin sinestesias de por medio—. El soporte de la posteridad es un resorte correlativo de la memoria; es decir, nosotros. ¡Y qué soporte tan débil y exánime de antemano! El ego tiene que defenderse sin tregua, lo mismo que un artista, lo mismo que un autor en la comunidad Cervantes. La muerte nació victoriosa, inherente, incólume, como ninguno de nosotros, como ningún ego.
El ego, el «yo»; es como la luna llena: en su ausencia la nombramos como completa. Para la muerte esto funciona a la perfección: cuando anula al ego hasta la nada, entonces la encuentra completa y rozagante.