Mi enfermedad

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Decía Foucault que la enfermedad es un ejercicio de afirmación; un ejercicio en que la vida se reafirma constantemente. Las enfermedades, supongo, son una paradoja, porque en la significación de sí, de la mengua advenida —casi protoplasmática—, la vida consigue robustecerse o como yo lo veo, el deseo de vivir se edifica en la fosca y áspera tiniebla. Apartando un poco la terminología clínica y patológica, encontramos en la enfermedad un aleccionador de deseos: en la degradación que sufre la psiquis, la carne, el órgano, la célula, el deseo y sus progenies que emergen siempre a viva voz, no decae con nosotros a pesar de que «nosotros» sea la significación de su bóveda y corazón. Incluso, al morir a manos de la enfermedad que nos atenazó en colmilluda mano, el deseo permanece intacto y hasta a veces, adusto. No tengo dudas de que el ego —el yo— y el deseo sean independientes entre sí, aunque, no concibo a un ego despierto sin deseo, incluso, un ego esmirriado tiene la semilla del deseo perfectamente hidratada, mas, no van juntos de la mano pese a q ue el ego desespera en ausencia de deseos porque la ambición requiere propósito, propósito colosal e inalcanzable que, aunque inexpugnable, enamora sin concesiones: un deseo es el amor platónico de todo ego, de todo yo. Yo tengo una enfermedad, calculadora y umbría, que no reposa en mis adentros, mas en mis ojeras, en mis heridas abiertas como el lapislázuli del océano, sus progenies han encontrado un huequecillo húmedo donde crecer y beber tazas de café por la mañana y tazas de té por las tardes. Esa enfermedad, al igual que el primer querubín que se rebeló ante su creador, goza de muchos nombres: chavismo, madurismo, Estado criminal, Estado excesivo o dadivoso, tiranía castrista, Estado libertoide, narcotiranía, submundo petrolífero, metrópolis de la mafia, latitud hollinezca. Yo la llamo como originariamente se llamó: chavismo. Y esa enfermedad en mí hizo de la vitalidad y de mi vida un desplazamiento forzado por vías terrestres, es decir, hizo de mí una ausencia vitrificada en la nostalgia del hogar donde crecí. Hizo de mí una evanescencia que respira cada vez que la memoria de alguien en Venezuela, repite mi nombre.

La odisea de los que sufren esta enfermedad comienza en cualquier terminal de transportes terrestres del país. La odisea del desplazado comienza cuando el conductor de la línea escogida enciende los motores. Una vez el ómnibus comienza a andar y te introduce en el tráfago de miles de automóviles, hasta llegar a San Antonio del Táchira, sabes que no hay marcha atrás. Que la travesía es lo único por venir. Mi odisea comenzó el 12 de febrero del presente año. En el terminal de autobuses respiré la pesadumbre del que se marchaba y del que se despedía. Sentí, en los ánimos presentes, el deseo de vivir, el deseo en su punto más alto, en su cénit, en el súmmum, de quienes tenían el diafragma desgarrado de tanto gritar y de tanto llorar. El deseo de la vida estaba en su punto máximo, al mismo tiempo que la enfermedad graduaba su esencia en cada enfermo a punto de ser desplazado, en cada cuerpo lánguido y sollamado de tanto abrazo; con los egos amurriándose a cada paso que, de forma tácita, acrecentaba la nostalgia. Mi despedida había sido hace dos días porque el terminal de autobuses está en otro estado; mi nostalgia ya había empezado, porque ésta, aunque siempre presente, la sientes raspándote el estómago y las sienes cuando se manifiesta de facto. Subí al autobús junto al resto de enfermos desplazados, y sólo pude decir para mis adentros: esto es todo.

La sintomatología de todo desplazado se empieza a manifestar en cada alcabala de militares minando el camino; porque cruzarte con ellas es sentir el eco más parecido a un crujido de dinosaurio reventándote los tímpanos; porque estalla recordando que la enfermedad del chavismo no es vestigio y que sobre todo, no te vuelves asintomático por alejarte del tumor. Por fortuna, logramos llegar y cruzar el puente hacia Cúcuta, Colombia sin sentir los síntomas. El primer tramo en Cúcuta antes de continuar hacia adelante, evidenció una pugna, un punto de ambivalencia para cada desplazado: el paisaje que no es chavismo, pero a su vez, representaba el paisaje de la patología. A partir de aquí, todo instante es ambivalente; todo es diferencia y patología al unísono, gritándonos al mismo tiempo; el tímpano no podía escapar. No puede. Las dos realidades, hermanos horrísonos, horridos, juntados al aparecer la enfermedad.

Patología y diferencia. Al unísono. En Cúcuta utilizamos moneda nacional y también moneda extranjera; la primera diferencia, pero la patología, aún presente, sin laxitud ni debilitamiento, rugía con cada expresión descreída de cada uno de nosotros. Porque seguíamos enfermos. La enfermedad no sólo degrada y desgasta física, mental y emocionalmente; también oblitera la razón. Porque el enfermo siempre tiene la razón. Y porque su entorno inmediato gangrenaba al mismo tiempo que sus nervios visuales se calcificaban cual bacteria con forma de filamento atacada por el sistema inmunológico. Y toda la obscuridad que advirtiera, no sería refutable; porque los colombianos veían todo con claridad y reían ante nuestra sorpresa, pero no entendían que la obscuridad era el único horizonte que aún veíamos. Nosotros, émulo forzado —patológico— de la invidencia.

Al empezar el viaje en autobús desde Cúcuta, todo parecía volverse, en grado sumo, una caricaturización en constante devenir de la patología; el menor grado de civilidad y civilización provocaba risotadas porque la enfermedad, otrora en la tumorización de todos los espacios, ahora era magnificencia y presupuesto llevado a término. En ese punto, la enfermedad era un oxímoron; por la ambivalencia, la pugna. Y continuará de esa forma hasta que la enfermedad sea borrada del cuerpo que la padece y sea extirpada de la memoria. Todos tomaban fotografías; imágenes que contienen el paisaje patológico. Sin técnicas de posicionamiento o medios de contraste. No eran necesarios. Cada fotografía era una radiografía muy precisa de todo lo que es esta enfermedad. Todos, concentrados en el júbilo de permanecer patidifusos ante tanta obra culminada, no entendían que todo es obra de la enfermedad. La campiña, el verdor, el clima nebuloso, la metrópolis, todo, es un paisaje brindado por esta enfermedad llamada chavismo, manifestada en este «desplazamiento forzado».

El viaje duró seis días. Conseguimos llegar a Perú. Asintomáticos por azar momentáneo. La enfermedad continúa. Y nosotros seguimos siendo enfermos crónicos. Cada uno de nosotros dejó un fragmento en Venezuela. Erróneamente se cree que ese fragmento es el que está gangrenándose: ahora ese fragmento y el otro fragmento, aquél que somos aquí y ahora, están gangrenándose simultáneamente. No somos exiliados porque seguimos allá. No somos emigrantes convencionales; somos supervivientes del genocidio implementado sistemáticamente. Y esta latitud circunstancial no es instrumento del sistema inmunológico. Ni tampoco la indiferencia es portentosa imitación del tratamiento quimioterapéutico.

En cada desplazado, en cada enfermo crónico, reposa la bitácora que ansía el escalpelo de la historia. Hasta otro post, amigos Cervantiles.

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