La cerradura está chirriando, de forma molesta y pausada, aseverando en su lento devenir sonoro una llegada. Todos los días como de costumbre, cuando el reloj marca las doce en punto, la cerradura empieza a graznar; es un reloj viejo, prácticamente senil y es que sus agujas así lo indican; notoriamente lentas, como si marcar cada hora conllevara un esfuerzo grandísimo para sus manecillas que, dicho sea de paso, siempre parecen estar en un sueño profundo o aletargadas por un analgésico destinado a aliviar sus colosos dolores causados por la senescencia. Se encuentra elevado por encima de todos, en una sala general de plática, recreación y terapia; una caja ni tan ancha ni tan estrecha. Se mantiene ahí desde hace décadas, alegorizando cómo el tiempo está por encima de todo y todos, pero esto es una coincidencia, no muy grata, un poco perversa, pero, ¿cuál coincidencia no es poco grata y perversa? Hasta las coincidencias que coaccionan de alguna forma el porvenir sentimental entre dos personas, muy en el fondo, entrañan una ligera perversión que sólo se entiende en los adioses repentinos, odiosamente repentinos. El reloj acaba de dar las doce. Augusto lo sabe porque la cerradura emite visos de libertad mentida. Augusto ya está impaciente, la puerta no termina de abrirse y opta por azuzar, aún más, la ulceración de su labio inferior. Es su forma de rezongar contra la lentitud de quién está al otro lado de la puerta; está mordiendo con los incisivos superiores el labio inferior, retraído de forma que se puedan incrustar notoriamente las amarillentas salientes; el esmalte dental, como suelen acotárselo siempre, ha menguado, se ha decolorado profusamente, degradándose hasta el punto en que cada sonrisa, mentida o sincera, de esas que estallan por un brinco inesperado, es un crepúsculo de claridad áurica. Ambarina saturación por tanto cigarrillo y poco aseo dental; ígneas apófisis que desangrarían cualquier intento de autorretrato.
La cerradura finalmente cesó de chirriar. La puerta se abre: son ellos, tres hombres vestidos de blanco, todos de mediana edad, con semblante y expresión quiméricas, pues ¿de qué otra forma puede describirse la mentira horizontal que viste la cólera y el hartazgo de estos sujetos que, mentalmente embebidos por las normas estrictas, proceden cada día, tres veces por día, por un salario tan quimérico como sus sonrisas, a dar cauce y norma a la vida de unos condenados? Llenos de hartazgo por asfixia laboral, los tres se aproximan a Augusto; lo toman por los brazos. Uno de ellos, el más voluminoso, indica con sus brazos el camino que el condenado debe tomar, mientras que los otros dos, sin decir palabra, lo toman por los brazos; lo levantan del piso y lo guían hacia fuera a través del largo pasillo: Son las doce en punto. Es la hora de almuerzo y recreación. Augusto camina lento, lo domina la flojedad de la senilidad; los dos trabajadores, cada uno caminando a un lado, lo jalan de los brazos para acelerar su locomoción. El largo pasillo es otra causa de hartazgo, tienen empujar una piedra a través de él. Augusto es un enfermo psiquiátrico y quizá no sea un vegetal, pero es como una roca, incluso más pesada que aquella que Sísifo empujaba hasta la cima. Su fisonomía ya estéril y acabada no le permiten mucho. Paradójicamente, es en su cabeza, donde la enfermedad diseminó el miasma de todos sus porvenires, donde hay más movimiento, más fiebre. Fue donde empezó todo su decaimiento progresivo, pero fue allí donde se asentaron oscuros males que se invitan el café todas las mañanas.
En esta hora, marcada por los doce angustias de tercera edad de aquél reloj senil, se encuentran en la sala de recreación doce pacientes, todos atemperados por quién sabe cual desastre neural, embargados en un pequeño juego de mesa con cartas. Los tres hombres se alejan de Augusto, refunfuñando a cada paso que dan. Augusto los oye a todos murmurar. Esa es la jerga de los enfermos psiquiátricos; el murmullo. Augusto se aproxima a la mesa de juegos. Coge una silla, la despega un poco de la mesa de plástico y toma asiento, junto a otros compañeros de recreación; los de siempre: Marcelo, Williams, Bram y Vince. Como de costumbre, no se incorpora al juego, tampoco al murmullo en constante devenir. Tan sólo se asienta en la concavidad de la silla, cual lítico asentado en el océano. Marcelo tiene a la mano un cigarrillo, lo quiere encender pero el yesquero pareciera no entender de combustiones. Una de las enfermeras, centinelas del área de recreación, se acerca y le tiende un yesquero provisional para estos casos. Los cigarrillos son dispensados por el hospital. Todos pueden obtener un cigarrillo, máximo dos, que deben pedir por la ventanilla. Máximo dos por día. El juego de cartas es mas bien un juego de murmullos, nunca juegan realmente. Una de las dádivas otorgada por la insania mental es esa; los objetos no importan ya tanto, los contornos son indiscernibles. Todo es una insustancialidad rosa, bonita y resplandeciente.
Augusto se queda mirando fijamente el cigarrillo de Marcelo. Observa cómo las volutas se desvanecen de forma rápida. Williams, el sujeto a su costado le ofrece formar parte del juego, sin utilizar palabra. Sólo con un gesto, como de costumbre. El resto en la mesa acompaña la invitación extendida asintiendo con la cabeza; todos miran fijamente a Augusto, directo a los ojos o a la ulceración viva del labio inferior, no se podría decir. En realidad no se puede decir si lo están mirando fijo a él, pueden estar mirando otra cosa. No hay palabras de parte de Augusto, como de costumbre. Éste se queda mirando las volutas del cigarrillo, cómo se elevan y cómo desaparecen. Marcelo le da una calada al cigarrillo. Termina su cigarrillo y lo apaga contra el fondo del vasito de plástico. Las manecillas del reloj ahora apuntan hacia el número uno. El tiempo de recreación ha terminado.