... Mucho tiempo alejado, así que simplemente empezaré y hablamos al final. Espero lo disfrutes.
El paso era cansado, pero no era por esfuerzo en exceso sino por desmotivación. Nunca sabremos el motivo por el cual el Lobo estaba desmotivado esa mañana, aunque algunos se atreverían a comentar que era por falta de amor.
Muchas eran las caninas que habían pasado por sus garras, pero ningún mordisco había calado tanto, ni pelaje alguno había dado tal calor como para él se quedara mucho rato. La magia que bailaba todos los días por ese bosque no era lo suficientemente poderosa para traer consigo algo que le diera razón a su existencia…
Hasta que apareció.
Caminaba de manera tranquila y despreocupada, como si nadie nunca le hubiera dicho los peligros del bosque. Quizás ella lo sabía y no lo importaba. El Lobo pensó que era demasiado valiente o demasiado inocente. Sus orejas se mantuvieron firmes y con los ojos fijos observó su paso.
Ni idea de qué traería en esa canasta, pero olía muy bien. Olfateo un poco más, pero solo pudo percibir el bello aroma que aquella chica transmitía. “Amor” pensó el Lobo, ya que solo el amor podía oler de esa manera.
Se acercó, pero el Lobo siempre fue sigiloso. Evitando pisar alguna rama o hoja caída que delatara su presencia, pudo ver su rostro, era blanco como la luna y brillaba igual que ella. El corazón del Lobo se agitó más aún. No pudo resistirse y tomó la decisión que horas más tarde significaría su muerte: saludarla.
—Saludos, jovencita. —dijo el Lobo a la chica.
—Buenos días, Sr. Lobo. —Respondió el saludo con una pequeña inclinación que demostraba modales. Al Lobo le pareció el acto lo más adorable que había visto en mucho tiempo.
—No debería usted caminar sola por este bosque. ¿Acaso no se da cuenta que la vía es peligrosa y que siempre pueden existir sujetos malévolos con intención de herirla? También hay criaturas viles con garras y dientes afilados que podrían utilizar para despojarla de su canasta… o de sus ropajes. —Comentó el Lobo con voz pausada y una sonrisa.
—No lo creo, Sr. Lobo. Mi abuela me ha enseñado a ser fuerte, aunque mi madre siempre me dijo que nunca me detuviera a conversar con extraños.
—No me vea así usted. Tan solo quiero ser su amigo. —Respondió el Lobo, no quería asustarla en lo más mínimo. Aunque el deseo de morderla crecía en su cuerpo, no quería hacerle ningún tipo de daño.
—Entonces, un buen amigo me diría cual es al camino más rápido hacia la cabaña de color azul que está cerca del riachuelo. —Sonrío la chica.
—Naturalmente sería así. —Devolvió la sonrisa el Lobo— Debes ir siempre recto por este camino, con el Sol siempre de frente. Debes seguirlo y pronto conseguirás una enorme pared de piedra. Camina hacía la derecha y a los pocos pasos conseguirás la cabaña de la anciana. ¿Es tu abuela, cierto?
—Lo es. Le llevo estos panecillos que mi madre ha horneado temprano. ¿Quieres alguno? —Le ofreció la chica.
El Lobo se acercó a ella y el olor a amor creció. Era perfecto y radiante. La joven abrió la canasta y sacó un panecillo caliente, estiró la mano para acercar el pan al enorme hocico del Lobo. Estuvo a punto de morder la mano completa, deseaba ver si el sabor de la chica resultaba ser igual de increíble, pero no lo hizo, porque el olor a amor lo detuvo.
Comió el panecillo y con sus ojos agradeció a la chica. Estaba absolutamente mareado. Quería morderla, rasgarle los ropajes con las garras y romper la hermosa caperuza color rojo que utilizaba. Echarse en la maleza del bosque y amarla por siempre, pero entendía que eso resultaba imposible. Nadie amaría nunca a un Lobo tan obstinado como él. Así como había rechazado a tantas comunes en la antigüedad, se lamentó de que quizás sería rechazado por la chica con la cara tan hermosa como la luna.
Con muchas intenciones, las indicaciones que le dio resultaban ser el camino más largo. Ella caminó lentamente, pero el Lobo la siguió al menos hasta la mitad del camino. Su corazón se llenó de rabia al ver como la chica tocaba las flores que encontraba, como habló por un instante con la ardilla y la forma en la que acarició al perro del Leñador.
El Lobo quería que las pálidas y suaves manos de la chica lo acariciaran a él, que sus palabras solo se dirigieran a él y que tan solo sus ojos lo vieran a él. Lleno de rabia corrió como nunca lo había hecho. No descansó hasta llegar al sitio donde instante más tarde moriría por amor.
Sus ojos se tornaron de un color más rojo que el de la caperuza y golpeó la puerta fuertemente. La abuela estaba en la cama. Se presentó como el Lobo de tantos cuentos. No era diferente, era el mismo. Dijo que sus garras y dientes habían herido a tantas chicas ya, pero que sería diferente esta vez. La abuela no entendió. El Lobo se explicó y rugió. Su corazón se aceleraba y mostró sus enormes dientes puntiagudos. Dijo que la amaba y que no importaba lo que opinara, igual se la llevaría por siempre.
Instantes más tarde, la chica de la caperucita roja tocó la puerta suavemente. Una voz le dio el permiso para pasar y ella entró. Colocó la canasta sobre la mesa. “Mamá te ha preparado estos panecillos esta mañana, abuela.” Comentó. Se acercó a la cama y la vio acostada, pero con muchas sábanas. La chica pensó que tendría mucho frío porque el día en el bosque estaba helado.
La voz le pidió dulcemente que entrara con ella en la cama para poder hablar un poco. La chica se acostó en la cama y se arropó con las cobijas. Allí estaba absolutamente cálido.
— ¿Fue difícil llegar, linda? —preguntó la voz.
—Para nada, abuelita, aunque tuve que pedir indicaciones.
—Espero que no tuvieras que hablar con extraños. —comentó la voz con sutileza.
—No era un extraño, resultó ser mi amigo.
Esa frase generó un silencio que hasta la niña pensó que era incómodo, pero siempre será necesario el silencio cuando la palabra amistad no es deseada. El amor siempre busca más.
—Tengo días queriéndote preguntar algo, mi niña. ¿Querrías vivir conmigo?
—Abuelita, pero ¿dejar sola a mi madre? Estaría lejos de casa.
—En cualquier lugar donde estés, si estás conmigo será tu casa. —respondió la voz de forma dulce.
—No lo sé, abuelita. Me encantan los arboles cerca de mi casa y las flores. —dijo con voz indecisa la chica.
Nuevamente existió un silencio. La chica pudo ver entre las sábanas unos ojos enormes que dejaban escapar una lágrima.
— ¿Por qué lloras, abuelita?
—Porque quisiera estar contigo siempre. —respondió la voz con tristeza.
—Podré verte a diario, me encanta el bosque y estar contigo es parte del encanto que tiene.
Se escuchó una risa que atravesó las cobijas.
— ¿Me quieres? —preguntó la voz.
—Te amo. —respondió la chica.
—Abrázame, entonces. —Pidió una voz desesperada.
La chica se acercó y sus brazos tocaron el pelaje tibio y acogedor. “Sabía que era tú” comentó riendo mientras lo abrazaba fuertemente. “Me imaginé que te diste cuenta.” respondió el Lobo. El olor a amor impregnó toda la habitación. El Lobo nunca se había sentido tan feliz.
—No puedo estar contigo, ¿lo sabes? —Le preguntó la chica al Lobo.
—Lo sé, resulta imposible. Yo no quiero herirte, pero al mismo tiempo me hieres tú a mí., así que por favor, ven conmigo, vivamos felices por siempre en el bosque. —suplicó el Lobo.
—No lo sé, Lobo. Mi familia… mi abuela. ¿Dónde está? —Preguntó extrañada la chica.
—Debes venir conmigo. —ordenó el Lobo y mostró sus colmillos. No quería hacerle daño, pero su instinto era diferente.
Eso no lo detuvo, abrió su boca y sacó sus garras. La chica ahogó un grito. El Lobo nunca le haría daño, nunca la lastimaría. Quería rasgarle la caperucita roja. Las mordidas que quería hacerle no la lastimarían, le demostrarían que podía ser él mismo sin lastimarla, quería llevarla en su lomo hasta la profundidad del bosque donde podría mostrarle la luna en la noche y decirle a su amada que era más hermosa que cualquier lucero celestial.
Quería hacer tantas cosas, pero lo último que haría era lastimarla. No lo dio oportunidad de demostrar nada. La daga penetró rápido su corazón, casi tan rápido como entró la hermosa chica al mismo. Más dolió el frío del rechazo que la punzada del arma. Su aullido se apagó y sus ojos perdieron el color carmesí, pero antes de extinguirse sus luces, observó por última vez a su amor imposible. La hermosa chica con el rostro más hermoso que la luna y con la caperuza de color rojo.
El leñador calmó al perro que ladraba fuertemente al armario. Allí se encontraba la abuela, simplemente encerrada. Sin ningún rasguño. La chica empezó a llorar. Era evidente, nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. El leñador pensó que eran lágrimas de miedo, pero nada más alejado de la realidad. La chica pasó semanas en casa recordando el día en el que el Lobo se fue. Volvió al bosque para visitar a su abuela. Siempre tomaba el mismo camino, a ver si alguien, quien sea, se le atravesaba en el camino, pero nunca ocurrió.
Así pasaron los años, la historia fue contada de pueblo en pueblo, pero nadie la entendió. No importaba. Tan solo importaba que la chica de la caperucita roja la entendiera y creo, después de todo que sí logró entenderla.
Querido Lector, he estado algún tiempo afuera. Me he dedicado totalmente a la culminación de mis estudios y mi estabilización laboral. Con este relato que tenía en la manga desde hace algunas semanas quiero regresar a las letras. ¿No te ha pasado que siempre ves las historias desde el punto de vista que te parece mejor? A veces, la realidad es muy alejada a lo que crees. La clásica historia de la Caperucita Roja siempre la he imaginado así. Somos totalmente idiotas cuando nos enamoramos. ¡Un abrazo y nos leemos en la red!
—Argento, el autor.