Madrid-Ciudad de México, Vaso Roto, 2016, 266 pp.
La plena incorporación de las mujeres a la poesía –como autoras, pero también como protagonistas de su obra: como seres complejos y autónomos, sometidos a su propia mirada, no al escrutinio de quien las define a su conveniencia– es una de las deudas pendientes de nuestra cultura y una de las revoluciones en curso. Poetas –poetisas, se decía antes– las ha habido siempre, aunque a menudo disfrazadas de hombres, o anónimas, o enclaustradas. Pero es ahora cuando, fortalecida por la democratización de las sociedades y el imperativo de la igualdad, su presencia en la literatura se ha hecho –o se está haciendo todavía– común. No obstante, común no quiere decir adocenada o indistinta: su voz entrega una visión propia del mundo, y se articula en un aliento y una sintaxis en los que se pueden reconocer inflexiones particulares, independientes de las que caracterizan a cada escritora. Cuando alguien antes despachaba la cuestión diciendo, con aparente objetividad pero embozado desdén, que no había literatura de hombres o de mujeres, sino solo buena o mala literatura, cometía un interesado error: sí hay literatura de hombres y de mujeres –esto es, literatura escrita desde unos presupuestos psicológicos distintos, animada por preocupaciones emocionales singulares, y condicionada por una situación histórica y social asimismo dispar–, y ambas pueden ser buenas y malas. Y está bien que sea así.
La antología Sombra roja. Diecisiete poetas mexicanas (1964-1985), de Rodrigo Castillo, recoge una amplia muestra de la más reciente poesía de México escrita por mujeres. Los años que se indican en el título señalan los de nacimiento de la más veterana, la tamaulipeca Cristina Rivera Garza, y la más joven, la tlaxcalteca Karen Villeda. Este lapso de veinte años largos de poesía femenina mexicana revela algunas certezas –o continuidades–. La primera, y a mi juicio fundamental, es la indeclinable concepción del lenguaje como una herramienta no solo de comunicación, sino también, y aún más, de indagación y conocimiento. En las manos –o los labios– de estas poetas, como ocurre con la mayoría de sus pares masculinos, la lengua permite un examen del mundo, pero es, asimismo, una prolongación de la conciencia, de los remolinos de la interioridad. Con ella se pretende quebrantar lo codificado y previsible, las nervaduras opresivas de una realidad tras la cual, o en cuyos huesos, se intuye siempre algo más: otro lado desconocido, en penumbra, en el que todo se percibe unido, en el que se reducen las fracturas del ser, en el que, en fin, todo, que sigue siendo incomprensible, es comprendido. Paradójicamente, a esa comunión subterránea o trascendente se accede por medio de la quebradura y la fragmentación. Las poetas de Sombra roja no practican el realismo acicalado y modoso que sigue instalado en los cálamos de, por ejemplo, muchas escritoras españolas. No hay en ellas atisbo de ñoñería, ni de cantinelas bobas, ni de certidumbres esterilizantes: la poesía que no quiere molestar no va con ellas. Todas se entregan a una ruptura de las formas que trasluce su propia inquietud existencial y su desacuerdo con las estructuras psicosociales que sustentan una realidad hostil o impenetrable. La desarticulación, de aristas surreales, que cultivan Cristina Rivera Garza, Ana Franco Ortuño, Rocío Cerón, Amaranta Caballero Prado, Claudina Domingo y Karen Villeda, aunque ninguna de las antologadas en Sombra roja sea ajena a cierto irracionalismo, promueve, saludablemente, una relación conflictiva con el texto y demanda, en consecuencia, una respuesta activa del lector. Sin embargo, casi todas hablan de temas cercanos, incluso domésticos: la familia –y los recuerdos de infancia–, el deseo y el amor, la tierra y la naturaleza (a las que se muestran especialmente inclinadas Natalia Toledo e Irma Pineda, que escriben en castellano y zapoteco), y, por supuesto, la identidad propia, en la que tiene un peso determinante la condición de mujer: el cuerpo, en particular, concita en muchas una atención entre admirativa y asombrada, pero también los atavíos de una feminidad sojuzgada protagonizan algunas composiciones. Así sucede, por ejemplo, en Carla Faesler, que denuncia en “Top model”, “Cuerpo” y el soneto “Güera miss Clairol” las servidumbres de las mujeres entregadas al papel embellecedor que se les ha asignado: “Mundo enredado en alambres de púas, / narices de perfectas púas, casquitos de patitas fabricadas también púas. / En su mundo ladrado, Dóberman a la entrada, / tarascada furiosa los esponjosos labios, la adúltera pelusa mordicante”, leemos en el primero. No hay frivolidad en estos asuntos ni en la forma de abordarlos; no se aprecian lirismos vacuos ni tonterías. La muerte asoma en los poemas de Cristina Rivera Garza, Ana Franco Ortuño, Mercedes Luna Fuentes, Irma Pineda, Mónica Nepote –que dedica poemas al maltrato doméstico, a las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez y al suicidio colectivo de los adeptos del gurú Marshall Applewhite en 1997–, Minerva Reynosa y Karen Villeda. Otro rasgo de las poetas de Sombra roja es la importancia que muchas conceden a lo visual y lo que podríamos llamar fonético-performativo, esa dimensión estrictamente sonora de lo poético, que se cuela en los poemas escritos. Aunque tanto las imágenes, desde los caligramas griegos, como las diferentes manifestaciones de la oralidad han estado siempre presentes en la literatura –más perceptiblemente en los periodos de vanguardia, del último de los cuales estas poetas mexicanas son herederas–, la explosión digital de las últimas décadas ha favorecido su crecimiento y su incorporación natural al lenguaje textual. Así, Karen Villeda, Amaranta Caballero Prado, Rocío Cerón y Carla Faesler funden versos e ilustraciones, ya sean dibujos o fotografías. Y ninguna teme, en fin, el versículo y el poema en prosa, a los que tan reacias suelen ser las poetas más conservadoras, que buscan, en general, el refugio de la escansión y las formas domesticadas por el uso.
Estilísticamente, y más allá de esa querencia por el rompimiento y la experimentación, todas las autoras de Sombra roja presentan acentos propios y perfiles bien definidos: el lenguaje arisco, de relumbres metálicos, de Cristina Rivera Garza; la plasticidad telúrica de Natalia Toledo; la entereza acumulativa de Carla Faesler; el discurso plural, despedazado, de Ana Franco Ortuño, y su investigación del cuerpo y la feminidad; la carnalidad atormentada de Mercedes Luna Fuentes; el simbolismo, de acentos incluso neoparnasianos, con el que Mónica Nepote practica la crítica social; la diversidad formal y la riqueza expresiva de Rocío Cerón; la complejidad de la mirada y los juegos léxicos de Amaranta Caballero Prado; el enclavamiento en la tierra y el erotismo elegante de Irma Pineda; el espíritu cósmico de Renée Acosta; la sensualidad y la condensación elocutiva de Maricela Guerrero; el onirismo, la diversidad temática –de la Biblia al boxeo– y el gusto por el poema largo de Sara Uribe; la reflexión existencial entreverada de mensajes publicitarios de Minerva Reynosa; la robustez y policromía del lenguaje de Paula Abramo, y su feroz crítica política; el desafuero, el llamear de Claudina Domingo; la presencia del cine y del agua –metáfora del nacimiento y la muerte– en Xitlalitl Rodríguez Mendoza; y el irracionalismo zarandeador de Karen Villeda. Rodrigo Castillo, el antólogo, cierra la muestra con un ceñido epílogo, cuya afirmación final resume el sentido del libro: “Se privilegia el trabajo con el lenguaje.” ~