LA MUJER DE BLANCO - Primer concurso de “Relatos locales sobre Leyendas de Terror”

Historia de la vida real de mi madre, adaptada para el concurso.

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Todas las tardes se teñían de añil y naranja en el extenso litoral. Entre el silencio de la vereda, ella era testigo de las cinco campanadas de la iglesia mientras jugaba en el zaguán, sentada en el piso frío de adoquines antiguos, esperando hacer el último mandado de la tarde. Su madre, en la cocina, preparaba las empanadas que a diario vendía en la plaza. Con inocente picardía esperaba paciente la llegada de la dama de blanco que la llevaba a pasear antes de cumplir su labor.
Esa tarde llegó más temprano, siempre con su rostro cubierto entre el fino chifón del velo que movía la brisa y la hacía más liviana. En ronda muda prometía ir tras ella hasta el balcón, donde siempre terminaba el juego. Aquella transparente mujer, con la mirada perdida, llegaba al encuentro, y con un dedo en la boca, acallando las risas traviesas, pedía que la siguiera. Con suave sigilo, la mujer de blanco siempre salía de uno de los cuartos del largo pasillo de la casa, el cuarto de la puerta oscura de hierro y madera, resguardada por un gran cerrojo con llave, donde nadie podía entrar. Su vestido, largo y blanco, arrastraba la misteriosa niebla que la acompañaba, flotando entre los rayos que filtraba la tarde por las ventanas. La Iglesia de San Bartolomé Apostol, anunciaba el final del encuentro, entre la cuarta y la quinta campanada, se detenía el tiempo.

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Día tras día iniciaba el ascenso del camino por las escaleras, mientras la niña iba detrás, jugando con la brisa del torbellino que desataba el puente entre la vida y la muerte, mientras que el frío pasamanos se helaba al paso de la marcha funesta anunciada.
En el último escalón, la dama de blanco volteaba a invitar a la infante, por última vez, a seguirla al balcón y allí comenzaba a cantar una canción que ya entonaban a dúo en sus cuatro versos repetidos. Cuando cruzaban el arco de las grandes y pesadas puertas abierta, la niña se detenía en las últimas barandas del forjado hierro, casi en el abismo, mientras la silueta se desaparecía entre las nubes junto a las palomas de la plaza que alzaban el vuelo tras la última campanada. La niña siempre quiso ir detrás de aquella mujer, pero su inocencia era salvada, todas las tardes, del atormentado descanso de la dama de blanco.
Cuenta la historia pueblerina, que la mujer de blanco, de Macuto, había sido envenenada, en aquella casa, por su amante para llevarse las morocotas de oro que guardaba en una tinaja, pero aquel desgraciado hombre nunca pudo encontrar la botija y su obsesión lo llevó a la locura abandonando el lugar que luego fue vendido a la familia de la pequeña. Muchos años después, la vereda fue demolida para el paso de las vías de asfalto, y dicen haber encontrado una gran tinaja de morocotas, enterrada bajo el balcón de barandas de hierro, donde la inocencia de la niña la salvó día tras días en las tardes de añil.

Gracias a @positivelife por tan maravillosa iniciativa, un placer participar en este concurso, desempolvando los cuentos de familia.

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