Últimos testigos (Libro): los huérfanos de la Segunda Guerra Mundial

Fotografía de mi galería personal

A pesar de haber terminado hace más de tres cuartos de siglo, la segunda guerra mundial sigue presente en muchas obras cinematográficas y literarias en la actualidad. Después de todo, se trató de un acontecimiento sin precedentes que cambió la forma en que concebimos el mundo, nuestra humanidad, la guerra y en especial, la maldad. Sin lugar a dudas, hay un antes y un después de la WW2.

Desde el Diario de Ana Frank hasta Dunkirk, hemos visto decenas, cientos, miles de episodios y puntos de vista, pero hasta ahora yo no había leído algo como Últimos testigos: Los niños de la Segunda Guerra Mundial de la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2015.
En una labor que le tomó décadas, Alexiévich reunió entre 1978 y 2004 un total de 102 testimonios de ciudadanos bielorrusos, hombres y mujeres, que para los años del conflicto bélico tenían entre los 3 y los 16 años; incluso se cuelan algunos testimonios de niños que nacieron hacia el final de la guerra o cuando ésta ya había terminado. Desde lugares tan resonantes, dispares y desconocidos como Minsk, Mordavia, Vitebsk, Birnask, Aktbé, Magnitogarsk, Kobrin, Brest, Rostov, Orsha, Slutsk, Rossoni, Taskent, Senno, Zadori, Talka, Jelsk, todas antiguas ciudades de la ya disuelta U.R.S.S y que hoy forman parte de Bielorrusia, Rusia, Estonia, Kazajistán, llegan hasta nosotros las historias de estos niños que perdieron a sus padres, madres, hermanos, familiares, amigos, pero también perdieron la fe, el sueño, la tranquilidad, la paz mental, su presente y en buena medida, también su futuro.

Los huérfanos de la guerra

Al estallar la guerra algunos estaban en el circo, en sus casas, en un campamento, en la escuela; y de repente, sus vidas dieron un vuelco y comenzaron a ver soldados llorando, aviones de combate en el firmamento, bombardeos casi a diario y muchas imágenes más que se hacen imposibles de olvidar, sobre todo para la mente de un niño.

Escenas de éxodos forzados con animales que mueren en el camino, niños que en medio del invierno usan los cadáveres de los soldados alemanes como trineos, o juegan en el río, ven flotar un cadáver y lo entierran ellos solos; niños que duermen con los pies enterrados por debajo de las cenizas porque así se calientan, infantes que con diez años fueron ayudantes en hospitales, sobrevivieron a bombardeos y se encontraron con que la guerra ya no era un juego, sino una amarga realidad; una niña que no recordaba su apellido y le colocaron el de la estación de tren en la cual la recogieron; otra niña que jugaba con una granada, pensando que era un juguete; niñas y niños que con diez años ensamblaban detonadores para las bombas... este libro está repleto de historias como esas.

Testimonios de cómo el cabello de una persona se vuelve blanco de repente, de cómo padres que van a la guerra no regresan, madres que se quedan y mueren son enterradas en la arena.; sueños rotos, promesas incumplidas, abrigos que no pueden comprarse, el hambre, la hambruna, personas que después de décadas de haber acabado la guerra, aún comen mucho pan porque en la guerra escaseó, niños que tuvieron que cambiar una muñeca por arroz, sacrificar a una yegua, volver a una ciudad en ruinas, tener que enterrar de nuevo a los muertos, la lista es tan variada como extensa y descorazonadora.

Memorial en honor a los niños de guerra, ubicado en la República Checa

Tres de las historias que más me impactaron fueron la de una ñiña de seis años que sobrevivió a nueve heridas de bala; la de otra niña que robó un bollo y mientras le daban una paliza no dejó de masticar, de comer, de tragar; murió a causa de los golpes, pero luchó por comer, no por vivir. El último, un niño que en medio de las explosiones de los cañones, al entrar en Alemania con el ejército victorioso con el que había servido de ayudante en el hospital y también en batalla, en medio de una ciudad en ruinas, vio una bicicleta, la levantó del suelo y se montó en ella. La infancia que había sido interrumpida por la guerra, afloró de nuevo al menor indicio de un símbolo que la representaba.

De la boca de estos niños, ya adultos o ancianos para el momento de sus encuentros con la periodista, salen algunas de las frases más tristes, impactantes e inolvidables que pueda uno leer:

“Guerra es cuando papá no está”

“Soy un hombre sin infancia. En vez de infancia tengo la guerra”

“Me había olvidado de que existían los juguetes…”

“No se me da bien la felicidad. Me da pánico. Siempre me parece que se acabará de un momento a otro”

“¿Podré crecer?”

”Mi padre no llegó a verme”

“Repaso los recuerdos de la guerra para comprender… Si no ¿para qué sirven los recuerdos?”

“En la aldea ya no quedan niños. No tengo con quien jugar en la calle…”

“¿Dónde está Dios? ¿dónde se esconde?”

“¿Dios estaba viendo todo aquello?, ¿y qué pensaba? ...”

“Somos los últimos testigos […] Nuestras palabras serán las últimas”

Sin embargo, a pesar de lo duros que pueden resultar la mayoría de estos testimonios, en medio de esa época y esa experiencia, había lugar para la gente buena, para la esperanza, el amor, la solidaridad y la compasión. Uno de los testigos reflexiona, “El odio se va formando, no es un sentimiento original e inherente a la persona”, con lo queda la sensación de que la guerra nos hizo malos, pero en el fondo no somos así.

En la presentación de otro de sus libros, El fin del Homo Sovieticus, Alexiévich se pregunta “¿Qué valor puede tener la vida humana, si llevamos grabado en nuestra memoria que millones de personas morían hace muy pocos años?” y luego hace una afirmación que se puede aplicar a toda su obra, “Nunca deja de sorprenderme lo apasionante que puede ser una vida humana cualquiera”, por eso se esfuerza tanto en recoger los testimonios de las personas comunes. La bielorrusa agrega “Observo el mundo con ojos de escritora, no de historiadora”. Sin embargo, el reconocimiento de la Academia Sueca le valió felicitaciones y críticas, porque tatándose la mayoría de sus libros de recopilaciones, entrevistas, testimonios de otras personas, ¿dónde está la creación literaria? Eso se preguntan las mismas personas que afirman que una cosa es reconocer el valor documental, cultural, periodístico, histórico de su labor, lo cual no discuten, y otra ponerla a la par de escritores como José Saramago, Kazuo Ishiguro o J.M Coetzee.

Polémica aparte, no hay discusión de que los libros de Svetlana Alexiévich son una forma de recopilar el pasado y mantenerlo vivo, de que no olvidemos lo que hemos sufrido, para no volver a pasar por lo mismo. Las historias que cuentan estos auténticos huérfanos de la guerra en Últimos testigos lo convierten en un libro tan desolador como necesario. Imperdible.

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