A pesar de que, al principio, vi la entrada a medicina como una oportunidad de tener nuevas experiencias y empecé las clases (aunque una semana tarde) con buen pie, pronto, esa perspectiva cambió de forma radical. Pero lo primero en aparecer no fue la desilusión, sino un presentimiento de amenaza.
Pongamos que el entorno era demasiado brillante, demasiado poco hostil. Los profesores eran amables, mis compañeros eran amables, el sistema evaluativo era condescendiente. Algo apestaba a azufre en el ambiente pero yo aún no sabía que coño era lo que habían dejado afuera del refrigerador, porque todo estaba envuelto en varias capas de nailon.
No pasó demasiado tiempo antes que descubriese el significado de esa impresión que estaba en el aire. Todos y cada uno de mis compañeros eran títeres de “La Comedia del Arte”, más arquetipos que personas. Ejemplo: Había un bicho raro (y a mí me encantan los bichos raros), pero era el bicho raro por defecto, aparte de ser estudioso y antisocial no tenía más características, ni una vida secreta, ni filias, ni fobias, ni nada, ah, y era del criterio de que la mayoría siempre tiene la razón. Luego estaba la niña buena y estudiosa que tenía un piquete de otras niñas buenas y estudiosas y así sucesivamente pasando por todos los estereotipos. Sin embargo no niego que hice buenas migas con ciertas personitas particulares. Un católico de carácter fuerte, pero con una increíble sensibilidad para el arte. El piquete de los “delincuentes” (siempre acabo cayéndoles bien a pesar de que no soy tan delincuente como parezco). Un cubano-angolano muy divertido y muy mal perdedor. Algunas muchachas de otra aula. Un rubio con espejuelos, también de otra aula. Un hippy, demasiado buena persona como para permanecer en mi aula mucho tiempo, por suerte encontró su vocación, espero que le vaya bien en la carrera de “Historia del arte”. Y por último, y tal vez la más importante, Nathalie a la que le dedico mi último poema de esta serie.
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Que no tienen sabor a sal y fierro.
Que no incitan la insubordinación.
Que predican con saña en el entierro,
Del evangelio de la emancipación.
Que aprietan, pero no ahogan al asmático.
Que están formadas por un solo eslabón.
Que expectoran la flema del flemático.
Que curan con vinagre la hinchazón.
Que no suenan “clin clin” como es costumbre.
Que se enrollan en el falo de Esculapio.
Que convierten devoción en servidumbre.
Que no tienen descripción ni nombre propio.
Que se alargan y se templan con la herrumbre.
Que además son, del esclavista, el opio.