Algunas de tantas encrucijadas en la vida de un ingeniero


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*Por razones obvias de respeto hacia los involucrados, no mencionaré ningún nombre propio en este artículo, que se vincula con algunas situaciones reales ocurridas en el curso de mi vida profesional en empresas multinacionales.

Para muchos, en su momento, yo cometí un error no cediendo ante las presiones antiéticas a las que fui sometido en ocasiones. Desde cierto punto de vista, es posible que haya sido un error porque el apego estricto al código de ética de la compañía pudo significar ascensos retrasados en mi carrera, aunque teóricamente debieron significar justo lo contrario.

Algunos creían que obedecer principios básicos de honestidad hacia nuestros clientes y hacia nuestros compañeros de trabajo no era más que un mero obstáculo en el camino que retrasaba las ventas –e incluso podía impedirlas– o un simple capricho de alguien que anteponía la ética a “ganar cuota de mercado” y que no se sincronizaba con los intereses comunes de la organización. Creo en realidad que yo no me sincronizaba con los intereses particulares de un grupo de personas que no medía las consecuencias de mediano y largo plazo de sus acciones.

Mi conciencia se mantuvo y se mantiene muy tranquila. En todas las encrucijadas a las que llegué en mi trabajo, siempre intenté seguir la vía moral, y no me arrepiento de ello. Ojalá este artículo sirva de inspiración para otras personas, en estos tiempos en que todo se toma con ligereza, y en economías como la nuestra, donde el nivel de subsistencia impuesto a la población hace que casi todos salgan con el cuchillo entre los dientes para ver “qué cazan”, sin importar si destruyen o no la confianza, si destruyen o no el mercado.*

Una primera encrucijada

Tengo incontables recuerdos de las experiencias que acumulé en el mundo de las transnacionales de telecomunicaciones, donde me desempeñé por casi diecinueve años como ingeniero de campo, consultor técnico y gerente. La inmensa mayoría de las vivencias que tuve fueron muy positivas para mí desde todo punto de vista, porque cuando inicié yo era un joven de apenas 24 años, ávido de aprovechar al máximo las oportunidades profesionales que se me ponían en frente. No obstante, cuando me detengo a pensar con claridad, también me vienen a la mente algunos recuerdos de eventos que no fueron tan gratos.

Yo tuve una realidad muy distinta de la que enfrentan los jóvenes hoy en día. Acostumbrado a estar en un hogar en el que mis padres nos procuraban todo lo necesario para vivir (y más que eso) y a sólo tener que estudiar, me gradué a los 23 años con intenciones de “comerme el mundo”. Y luego de un tiempo de incesante búsqueda, llegó mi primera oportunidad prometedora de aquel entonces, en la empresa estadounidense de telecomunicaciones con mayor crecimiento del planeta, una compañía que manufacturaba, vendía y desplegaba equipos en muchos países.

Recuerdo que un día, siendo sólo el ingeniero encargado de probar una nueva funcionalidad para la red celular del cliente más importante que teníamos en el país y uno de los más grandes de la región, un ejecutivo de ventas de nuestra compañía se me acercó y me pidió elaborar y firmar un carta oficial dirigida a nuestro cliente afirmando que la funcionalidad que yo probaba cumplía con todo lo que se requería en su red.

Yo, que había diseñado y ejecutado un plan completo de pruebas para asegurar la calidad de lo que se vendía, sabía que el feature (como le llamábamos en el ambiente) cumplía con un 90% de los requerimientos, pero había alrededor de un 10% de escenarios para los cuales el funcionamiento no era como el que se esperaba. Ese feature necesitaba intervención adicional de los desarrolladores para corregir el 10% de escenarios fallidos y “ponerlo a tono” para integrarlo en la red operativa.

Este personaje, el encargado de la cuenta, me dijo algo como: “Es que si no les confirmamos por escrito que todo está bien, no vendemos, y si no vendemos, muchos nos quedaremos sin trabajo”. Por supuesto, me negué a escribir y a firmar un comunicado de esa naturaleza porque precisamente fui yo quien detectó los escenarios para los cuales nuestro producto no funcionaba como debía. La presión interna de los vendedores no se hizo esperar. Algunos me veían incluso como un enemigo dentro de la organización, como alguien que no colaboraba con el equipo para lograr los objetivos comunes.

Me reuní con mi jefe directo para contarle la situación; me dijo que había actuado muy bien y me felicitó por haber hecho valer la esencia de nuestro código de ética: no vender basándonos en mentiras. Allí, en pleno ímpetu juvenil, comprendí lo importante que es tener por escrito un código de esa naturaleza, compartirlo e internalizarlo con todos los miembros de la organización, con independencia de si ésta es grande o pequeña.

El resultado de todo lo anterior fue que el feature no se vendió cuando el ejecutivo de ventas quiso, sino cuando se sinceraron las cosas, se logró la intervención de los desarrolladores y se corrigieron los problemas. En aquel entonces, mi cabeza no llegaba a descifrar cuál era el motivo por el cual una persona querría vender algo a costa de lo que fuera, incluso saltando por encima de los principios morales más básicos. Luego lo comprendí.

Una segunda encrucijada

Pasados dos años de aquel incidente, estaba yo involucrado en uno de los despliegues (deployments) de más envergadura en la región, para un cliente local que aspiraba a convertirse en el principal proveedor de telefonía celular del país. Tuve, junto con muchos otros, que viajar por diversas zonas de la geografía nacional desplegando las centrales y radio bases de la nueva tecnología que este cliente corporativo estaba implementando.

La multinacional a la que yo pertenecía nos daba una tarjeta de crédito para cubrir nuestros gastos de viaje por motivos laborales: pasajes aéreos o terrestres, comida, estadía. Esa tarjeta debía ser usada única y exclusivamente para tales gastos, no para compras personales o de otro tipo. Luego, debíamos consignar una relación detallada y con respaldos ante el Departamento de Finanzas para que se pudiera pagar a tiempo, sin caer en intereses por mora. La política de la empresa establecía que el mal uso de este recurso era causal de despido inmediato. Gracias a mi apego a la ley natural, nunca sentí deseo o necesidad de usar la tarjeta para otra cosa que no fuera pagar los gastos de viaje por motivos de trabajo que yo debía realizar. ¡Punto!

A pesar de la normativa tajante en lo que se refería al uso de la tarjeta, supe en varias ocasiones cómo se empleaba para pagar bebidas alcohólicas, regalos excesivos a clientes (cuyos precios sobrepasaban todo límite de sensatez y prudencia) e incluso actividades de supervisores y gerentes en clubes nocturnos. Estas personas, de manera ingeniosa, lograban “maquillar” sus reportes y respaldos, salirse con la suya a menudo y pagar gastos que debían erogar de su propio bolsillo con la tarjeta oficial de la empresa. El pretexto de que “somos latinos y somos diferentes” nublaba la mente de estos individuos y les hacía cometer abusos sin pensar en las consecuencias. Lo peor es que uno no podía ni siquiera denunciar que tal cosa ocurría porque no había instancia a la cual dirigirse (luego de algunos años, sí la hubo), y los involucrados solían ser gerentes de rango medio y alto.

Pero las consecuencias llegaron y pagamos justos por pecadores. Las restricciones en cuanto a los gastos aumentaron, los controles y auditorías también, y varios de estos gerentes abusivos fueron despedidos. La empresa se reestructuró por diversos motivos y cada vez más límites se nos imponían a quienes quedábamos. En lo que a mí concierne, no me arrepiento ni un ápice de haber usado siempre el recurso que la empresa nos otorgaba como se debía y no como lo hacían quienes daban un ejemplo deplorable.

Una tercera encrucijada

Ya hacia los años finales de mi paso por las multinacionales, era yo gerente y me correspondió dar apoyo técnico al personal de Ventas y de Project Management en las oficinas de un cliente importante, para hablar de las bondades de un nuevo software de tecnología celular al que llamábamos en el argot técnico del momento release. El proceso de actualización a una nueva versión de software raíz era llamado retrofit, y era un procedimiento complejo y de alto impacto para las redes operativas, motivo por el cual se aplicaba en las noches, de 11:30 p.m. a 5:30 a.m. en un lapso conocido como ventana de mantenimiento.

Durante mi discurso, expliqué cada feature importante que el nuevo release contenía y los beneficios que se producirían en la red de nuestro cliente; la meta que se nos había impuesto era vender el software. Sin embargo, con toda honestidad, tuve que decir que antes de llegar a ese último release, debíamos pasar por otro previo porque no había manera de saltarlo. Tal digresión implicaba, como es lógico, doble trabajo, doble costo, doble planificación. El lector podrá intuir que no fue del agrado del Departamento de Ventas que yo dijera algo así porque ello podía significar que no compraran el release, y por tanto, que el revenue (ingreso) esperado no fuera el proyectado por ellos con antelación ante nuestra casa matriz en Estados Unidos.

Mi sorpresa fue que justo a la mitad de la presentación que desarrollaba recibí un mensaje de texto. Por aquellos días, todo mensaje, llamada, email o intento de interacción conmigo debía ser atendido de inmediato por mí o por mi equipo de trabajo, dado que podía tratarse de alguna caída del servicio de telecomunicaciones en algún lugar del país, y era necesario solucionar con premura. Así que ofrecí disculpas al auditorio, que ya conocía mis responsabilidades, y verifiqué el mensaje. Mi asombro fue que el remitente era una de las *Project Managers *de mi empresa que estaba sentada muy cerca de mí. El mensaje decía algo como: “No debes decir eso porque el cliente se va a molestar y no va a comprar el retrofit”. Estos compañeros no tuvieron el más mínimo decoro ni la más básica honestidad de aclarar las cosas y, de manera “secreta”, me enviaron un mensaje en plena presentación: ¡Un verdadero descaro!

Mi indignación fue tal que respondí de la misma forma, con un mensaje de texto en el instante. Decía algo como: “Lo siento. No voy a engañar al cliente porque eso destruye mercado”. Lo peor es que esa gerente tenía su celular en modo no silencioso y se notó con claridad cuando yo envié el texto y su celular sonó de inmediato. Su cara era de “muy pocos amigos”, pero yo tuve que continuar y culminar. El cliente me agradeció la sinceridad, analizó mejor la situación y nos compró ambos releases –el intermedio y el final– porque comprendió la necesidad de hacerlo.

Luego de unos días, me enteré de que había existido una reunión previa en la que ejecutivos de Ventas y/o *Project Management *habían asegurado que el salto desde el *release *que estaba instalado en la red hasta el nuevo que ellos intentaban vender se podía hacer sin tener que aplicar uno intermedio. Por supuesto, eso era una información técnica incorrecta, pero así lo habían dicho en el afán por vender sin medir las consecuencias.

La empresa a la que yo pertenecía debió corregir muchas cosas en el transcurso de los años en que hice vida profesional en ella. Menciono, por ejemplo, que los vendedores recibían comisiones por concretar una venta, sin importar si lo que se había vendido estaba ya descontinuado, sin soporte o a punto de ser sustituido por algo más reciente. Este incentivo “perverso” generaba en ellos la conducta de vender hasta una “máquina de café y donas” dentro de una central telefónica si se los pedían y sin saber si era viable o no. La estructura de incentivos cambió con los años y amarró las comisiones de los vendedores a las rentabilidades de los productos vendidos: un gran acierto.

Puede que para muchos yo haya cometido errores que me costaron ascensos más rápidos en mi carrera, pero me siento muy tranquilo por haber actuado como lo hice. Y sé que gran parte de lo que se logró después como empresa fue gracias a la confianza que yo contribuí a sembrar en nuestros clientes y en nuestros directivos, con la honestidad y la ética que nunca estuve ni estaré dispuesto a quebrar.

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