Viajes: Juego de sombras y luces.
Viajes con mamá a visitar la casa de los abuelos. El camino a Maracay era todo lo contrario al clima templado de Los Teques. Me agradaba el contraste en mi piel. Desde el asiento trasero, si íbamos en la camioneta de mi papá, pero casi siempre desde la ventana de algún autobús, quedaba hipnotizado con el paisaje. Me encantaban los destellos del sol cayendo sobre pastizales y colinas, la línea eterna de la carretera, la imagen vertiginosa de los carros pasando a contravía. Viajar guarda la pausa y la serenidad de la reflexión: todo, una antiquísima canción olvidada y recuperada en su esplendor. Entre la suavidad del campo, los colores del horizonte, se filtraba la tristeza de mi mamá, preocupada por la enfermedad del abuelo. Su mirada abría entonces un nuevo paisaje. Yo esquivaba su contacto, ella quieta a mi lado, y me concentraba con renovadas fuerzas en la ventana. Me vertía en el exterior. El campo adquiría una dimensión distinta. Una casa, al pie de la autopista, se trasformaba en un objeto querido, intimo en mi interior. Como si el amarillo tostado de las cosechas y el verdor cálido de los árboles representaran la paz y la miel de la vida, donde deseaba permanecer, y los tractores oxidados y los galpones abandonados fueran el lado oscuro y hueco de la existencia. Lugares solitarios donde soplaba el viento en las frías noches, y donde anidaban, agusanados, la enfermedad y la tragedia. Contemplar las dos facetas de la vida por la ventana, en movimiento, mostrándose parte de su cara para luego trastocarse en la otra rápidamente, hasta desdibujarse en una sola cosa, me aterrorizaba y emocionaba a partes iguales, como al borde algo profundo y secreto. Recuerdo aquellos viajes como el consejo de una fuerza y voluntad férrea, sin palabras, que me trasmitía la carretera infinita.
Viajes: Secreto y enfermedad.
La casa de Maracay era de madera sin pulimentar. Un patio con un corral bajo la sombra de los mangos. En mi memoria, la putrefacción de los mangos, un aroma acido y dulce, se asocia con la enfermedad de mi abuelo. Su figura: una silueta encorvada contra un bastón gastado, arrastrando los pies en el linóleo sucio, sombrero sobre el pelo encanecido, no adquiere relieve. No recuerdo su cara, ni otro rasgo distintivo, en cambio sí tengo grabado nítidamente la puerta de su habitación. Todo el movimiento de la casa gravitaba alrededor de su dormitorio, mi mamá y mis tías salían y entraban repartiendo ordenanzas. En ese cuarto, me decía, descansa el abuelo, aturdido por los medicamentos, rodeado de ventiladores. La puerta, exceptuando las visitas de los familiares, permanecía cerrada. Estaba prohibida. Un mismo rostro el secreto y la enfermedad. Me quedaba contemplando la puerta sellada e imaginaba a mi abuelo prisionero en su interior, como si la devastación no habitase en sus huesos, sino en la entrada del cuarto. Si era sacada de sus goznes y clavijas, pensaba, la enfermedad sería rendida. Sin embargo, la imagen persistente era saberlo acostado, observando los agujeros en la penumbra que creaba la luz en la ventana, respirando trabajosamente. Qué incomprensible me parecía el dolor. Los días en que se vislumbraba una mejoría se sentaba en el patio. Mis recuerdos más lúcidos provienen de esos días. Estoy dándole la espalda, escarbando en la tierra de las macetas, cuando una ráfaga de viento cierra violetamente puertas y ventanas. Tintinean las campanas sobre los marcos. Lo miré asustado, y me devolvió una mirada cansada, más allá de todo. Luego se fijó en mí. En su mirada se atisbaba una advertencia, como si en su reclusión hubiera extraído la esencia de la vida, viajado a un paraje limite de lo humano, como si intentara, sabiendo que era en vano, atajar un peligro aproximándose a años luz de distancia. En esa mirada se reconocía que deseaba guardarme de las amenazas de la existencia, esos peligros que el hombre ha llamado enfermedad, olvido y muerte, y que, para mí, en ese momento, eran el soplo de un fuerte viento.