La llegada a las puertas de la librería Lamas, asentada en el viejo bulevar de piedras polvorientas y casas de la época colonial, fue, como ha sido la lectura a lo largo de mi vida, a través de una huida. Me perseguían dos colegas de clases que, en ese entonces, yo quería y temía a partes iguales; siendo un niño mimado y consentido por mis padres en mi infancia, la rebeldía, el desparpajo y el liderazgo para dominar a los demás estudiantes de nuestra edad que desprendían mis dos colegas, me atraía irresistiblemente. En realidad, mis dos colegas, Richard y Ricardo, eran gemelos idénticos: nariz perfilada, baja estatura, cabello rubio y ojos claros. Su porte y su atractivo llamaban la atención por los pasillos del viejo liceo donde estudiábamos, y les confería un aire de superioridad. Sin embargo, lo que en mí causaba una honda impresión era su mirada: una manera de mirar aviesa, reconcentrada, impregnada en la desconfianza, como buscando siempre el punto débil donde atacar. Porque los gemelos, eran turbios y violentos; una violencia arbitraria y que se despertaba con la más mínima provocación.
El día que arribé al santuario en el que se convertiría la librería Lamas, corría por el bulevar mientras ellos me perseguían. Aunque era mediodía, nosotros teníamos un rato que nos habíamos fugado de la escuela y paseábamos por las calles del centro fumando y riéndonos. En ese momento, me sentía a gusto perteneciendo a su grupo; me gustaba sentir la libertad de la desobediencia y esa fiereza fulgurante, subyacente bajo la piel, que irradiaba de los gemelos. Ese día el grupo hizo una pausa de nuestro vagabundeo por las abarrotadas calles, y nos sentamos en los bancos de la plaza del centro; un lugar con estatuas a los héroes caídos y viejos milicianos recorriendo el paseo. Richard se mostraba inquieto y desesperado. Durante la conversación Ricardo mencionó que su viejo los había estado jodiendo toda la noche. En la vida de los gemelos existía un sótano enterrado que nunca se abría ni se pronunciaba, y encerrado allí, estaba cualquier mención a su padre y su relación con ellos.
De alguna manera, los gemelos mantenían cierto equilibrio en su relación de violencia; mientras Ricardo era la cabeza más fría, más calculadora y, por lo tanto, más peligrosa a mi entender, ya que siempre intentaba justificar su desafuero culpando a la víctima; Richard era la turbulencia intempestiva, el golpe traicionero y arbitrario que nunca te esperas llegar. En otras palabras: uno representaba un ejercicio intelectual a la hora de meterse en una pelea, siempre calibrando ventajas y riesgos, mientras que el otro, era la violencia emocional, un total dominio de los sentimientos hostiles. Como digo, Richard se mostraba ansioso, y se movía de un lado a otro de la plaza. Alguien propone entonces que vayamos a comprar más cigarros, y ver si, algún transeúnte convencido por unos cuantos billetes, nos consigue unas botellas de cerveza. Cuando entramos al local, una botica donde se veían muchos productos importados y alineados pulcramente sobre el mostrador, y en los adornados anaqueles de cristal, tuve un mal presentimiento. Nos atendió una chica mayor que nosotros. Mientras Ricardo la convencía de dejarnos pasar algunas botellas, los demás merodeábamos por la tienda; observando los afiches publicitarios, ojeábamos las páginas de las revistas de adultos, riéndonos. De pronto, desde la oscuridad de la parte trasera, Richard sale disparado contra uno de los anaqueles de cristal derribándolo y estrellándolo contra el suelo; en un abrir y cerras de ojos, por efecto de la primera caída, dos anaqueles cayeron esparciendo los productos y comestibles por todo el lugar. En un primer momento todos nos quedamos tiesos y en silencio, hasta que nos miramos entre todos, y salimos corriendo de la tienda. Mientras nos abríamos paso a la carrera por las sucias calles del centro, esquivando o arrastrando a las personas, en mí estaba fija la mirada de profunda tristeza de la dependienta al contemplar la destrucción. Con un ímpetu que no era normal en mí, me volteé y le metí una zancadilla a Richard, que primero trastabilló por el impulso de la carrera, y luego rodó hasta golpearse contra un auto estacionado. Todos dieron un frenazo. Nos habíamos abierto paso hasta una calle solitaria, en la parte histórica del pueblo, alrededor estaba la desportillada capilla y unos edificios de bloques residenciales. Dentro de mí se habían encontrado dos fuerzas: las ordenanzas familiares de orden y respeto supremo a las leyes familiares que, en realidad, se traducía en una reverencia a la ley en un sentido general, y la atracción al deseo de derrumbe, de eclosión. Mientras Richard se levantaba y se limpiaba el polvo y la sangre del uniforme, alcancé a pensar que nadie, nunca, se le había enfrentado.
El único altercado que yo había presenciado ocurrió en el patio del liceo; Sabdiel, un gigantón dócil con una fuerza y estatura desproporcionada, tropezó a Richard por casualidad. Este, más menudo, se enfrentó a Sabdiel en una explosión de insultos y manotazos frenéticos ante el estupor de los profesores y estudiantes. Aunque la diferencia de tamaño era considerable, Richard parecía apabullar a Sabdiel que, acorralado, miraba a todas partes buscando ayuda. Lo demás ocurrió muy rápido: mientras Sabdiel retrocedía cada vez más increpado e instigado por Richard, Ricardo se coló entre el nutrido grupo de espectadores y, arremolinándose por la espalda de Sabdiel, propició que a un empujón de su hermano, el gigante se desplomara con un golpe seco. Richard dio una patada que se estrelló de lleno contra la cerámica, a escasos centímetros de la cabeza de Sabdiel; no buscaba rematarlo, era una demostración de fiereza y fuerza.
Por este motivo, cuando vi incorporarse a Richard de la caída, envuelto en un polvo amarillento, temí lo peor.