Introducción
El proceso de conversión de la máquina en ser humano, no sólo a nivel emocional sino incluso material y, además, por decisión propia (con lo cual aglutinaría todos los elementos que relacionan al robot con el mito de Frankenstein) es el tema de una reciente película de ciencia ficción cuyo resultado está muy por encima de lo que se dijo en su momento: EL HOMBRE BICENTENARIO.
Temática de El hombre bicentenario
EL HOMBRE BICENTENARIO narra el proceso mediante el cual un robot de la serie NDR-114 llamado Andrew no sólo adquiere conciencia propia sino que, al final, llega a convertirse en un ser humano, con todas las ventajas e inconvenientes que ello supone.
Un extraño fallo en su cerebro artificial ha provocado que Andrew tenga unas aptitudes artísticas
impropias de un robot. Más adelante, el paso de los años y el constante cuestionamiento de su condición no-humana le llevará, en primer lugar, a comprar su libertad, luego a cubrir su cuerpo metálico con ropas y, finalmente, a someterse a una serie de operaciones destinadas no sólo a proporcionarle un aspecto cada vez más humano, sino también a hacerle sentir como reales una serie de sensaciones, como el hambre o el sexo. Su deseo de progresar en esta dirección hará que acabe adoptando una drástica decisión: la de alterar sus mecanismos internos de forma que vayan degenerando, “envejezcan” y mueran, pues ha llegado a la conclusión que su principal diferencia con el ser humano reside en la inmortalidad de su cuerpo artificial, inmune a la enfermedad y a la vejez. El día de su doscientos aniversario, Andrew será declarado “ser humano” por un alto tribunal internacional en el momento mismo de su fallecimiento.
Elementos que condicionaron el fracaso comercial de
El hombre bicentenario
No es de extrañar que este film fuera, además de un notable fracaso comercial, un título recibido de forma absolutamente glacial por la crítica española, pues contiene un par de elementos que condicionaron negativamente su recepción. El primero reside en la presencia de Robin Williams, discutido actor que, al menos en nuestro país, carga con el sambenito de que es “muy malo”, siendo así que su único pecado consiste en ser un intérprete inclasificable y dotado de algo cada vez más raro de ver en el actual cine de Hollywood: una personalidad. Por otro lado, las películas del director de EL HOMBRE BICENTENARIO, Chris Columbus, son de las que habitualmente, y en este caso con razón, producen escalofríos: a él se le deben lindezas tan abominables como las dos primeras entregas de Solo en casa (Home alone, 1990-92), Sra. Doubtfire (Mrs. Doubtfire, 1993), Nueve meses (Nine months, 1995) y Quédate a mi lado (Stepmom, 1998). Sin embargo, y por más que su trabajo de puesta en escena tampoco sea lo más destacable del film, es como si Columbus hubiese recuperado aquí parte de sus dotes iniciales para el cine fantástico –demostradas en sus inteligentes guiones para dos agradables producciones de Steven Spielberg: Gremlins (idem, Joe Dante, 1984) y El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, Barry Levinson, 1986)- , logrando que EL HOMBRE BICENTENARIO resulte una más que digna adaptación del cuento de Asimov.
Fábula futurista, desapasionada y neutral
Chris Columbus cuenta esta amable fábula futurista de una manera un tanto desapasionada y neutral, lo cual redunda en beneficio de la película proporcionándole una atmósfera uniforme y sin apenas salidas de tono (incluso en las escenas de humor, imprescindibles tratándose de Columbus pero, por fortuna, breves). El resultado es un film que hace gala de una insospechada contención en las escenas más sentimentales; por ejemplo, todas las que relacionan a Andrew con su primer amo (Sam Neill) o con la “pequeña señorita”, su hija y su nieta (las tres interpretadas por Embeth Davidtz), están contempladas poniendo el acento en la cotidianidad de la situación: hablar y convivir con un robot se supone que es algo completamente habitual en el mundo del futuro, y el realizador se mantiene fiel a esta premisa en todo momento. Los cruciales momentos de las muertes de los seres queridos del protagonista o, al final, del propio Andrew, están resueltos, asimismo, con una ejemplar economía narrativa que logra eludir, milagrosamente, lo lacrimógeno. El tono general de la película es triste, intimista y melancólico, con escasos destellos de esa comedia bufa bajo cuya etiqueta fue, equivocadamente, vendida.
Cierre: Lo sentimental y lo fantástico por encima del contexto tecnológico
Por otro lado, el film hace frente con firmeza a esa gratuita afirmación que, a modo de ley no escrita pero abundantemente extendida, dice que el cine fantástico no admite el tono sentimental: eso es tanto como no haber leído el cuento de Asimov ni otras muestras literarias que han demostrado la buena comunión entre lo fantástico y otras tonalidades (por ejemplo, los “Relatos cómicos” de Edgar Allan Poe). EL HOMBRE BICENTENARIO brilla, asimismo, en el escaso énfasis que se presta a la ambientación futurista del relato (los escuetos planos generales retocados digitalmente que ilustran el paso del tiempo mostrando el progreso tecnológico de la gran ciudad), más atento a las emociones y sentimientos de los personajes que no a la parafernalia que rodea su vida cotidiana. Dentro de sus limitaciones, EL HOMBRE BICENTENARIO se revela como una agradable sorpresa.