Desengaño Fatal (Cuento)
Imagen de Linus Schütz en Pixabay
Yo trabajé como pocos, para amasar una fortuna por la que se mataría a la mitad de la humanidad. No conocía el reposo ni el sosiego, sino la ambición y el esfuerzo día a día. Arruiné a los adversarios que competían con mis propósitos; desafié las enfermedades y cambié las horas de sueño y descanso por contar las monedas que ganaba, con la misma lujuria que otros le destinan a las rameras, por eso llegué a ser temido y adorado por los incapaces de llegar a la cima que yo escalé con mis fuerzas humanas, y los que intentaron quitarme lo que por ley me corresponde, hoy permanecen rígidos en sus tumbas, sin que su recuerdo perturbe mi sueño en cada noche.
Pero todo hombre tiene un momento en el que conoce sus potencias y se eleva más allá de sí mismo, y otro instante en el que nada le vale, y desciende sin remedio más abajo de lo que creía el fondo de la desgracia. Ese día me conmovió que una señora ya mayor me llamara por mi nombre, con la mirada fija, y una sonrisa de dolor. Me extendió la mano esperanzada, para que le diera de comer esa mañana. Nunca cargo dinero encima, porque me sobran los lugares donde ir, sin necesidad de cancelar lo que se me antoje, pero me le acerqué, en vez de hacerle una señal a mis guardaespaldas para que se ocuparan de la anciana. Ya era tarde, cuando presentí que se trataba de una artimaña. Mis espalderos se entretuvieron mirando lo que hacía, y unos facinerosos los apuntaron y desarmaron en cuestión de un respiro. La anciana se levantó de un salto y me dio un pañuelo que agarré sin atinar a más nada. Cuando desperté estaba amarrado, y mis cuidadores y permanecían inmovilizados cerca de mí, para que no intentara ni siquiera moverme.
No sabría decir cuántas horas transcurrieron, hasta que me dijeron que aquello era un secuestro, y que mi vida valía una fortuna, si quería volver a ser libre y darme la gran vida de antes, imaginándose que yo vivía en el placer y el derroche. Les pedí que aflojaran las cuerdas que me ataban, porque sentía que me desmayaba por la falta de respiración y la confusión de lo que ocurría. Ellos accedieron y me trasladaron a un cuarto oscuro, donde sólo escuchaba sus voces, que me interrogaban para conocer la cantidad de dinero que tenía disponible, y a quién podía autorizar, para sacar el resto de los bancos.
Hubo un momento en que me resigné a morir, pero uno de ellos me advirtió que si prefería la muerte, mis sobrinos y mi hermano se aprovecharían de todo, y a lo más me dispondrían un buen funeral, para guardar las apariencias. Comprendí que tenía razón y le pregunté su nombre para negociar con él, que parecía el menos agresivo, y más inteligente. Me dio un nombre cualquiera, y le expliqué que solamente yo conocía la clave para abrir la bóveda donde guardaba una cantidad suficiente, para darle la vuelta al mundo.
Pasó un tiempo que yo contaba por las comidas que me daban, y el resplandor ocasional de la luz, cuando les pedía que me llevaran al baño. Por fin me atreví a preguntarles qué pasaba, y si ya mis familiares le habían entregado lo que tenía depositado en otro escondite, en el sótano de mi casa. Ellos no respondían, o me decían que estaban en eso, que la negociación no había terminado. Otras veces me amenazaban con torturarme para que les dijera la verdad del dinero que guardaba.
En una ocasión, que nunca podré olvidar por el sudor frío que sentí en todo el cuerpo, se acercó uno de ellos y apunto a uno de los espalderos y me conminó a que hablara con uno de los parientes para que trajeran el dinero inmediatamente o le abrí un agujero en la cabeza. En verdad no supe que hacer. Me quedé mudo, pensando que no llegaría tan lejos en su amenaza. El hombre vociferó como un demente, y a pesar de que le dije que sí, que hablaría con quienes ellos quisieran, le perforó la cabeza de un tiro, como había dicho.
Fue un momento trágico, como nunca lo había vivido. Me parecía haber sido yo, quien le disparó, y caí en un aturdimiento como de ausencia, que me mantuvo rígido por un buen tiempo. Los demás llegaron y se llevaron al energúmeno y le recriminaron fuertemente en el otro cuarto, desde donde se escuchaban las voces. Por fin decidieron sacarme de la incertidumbre, y me contaron que mis familiares no querían pagar mi rescate, decían que les dieran tiempo para consultar con abogados, entonces decidí jugármela toda en una sola baraja. Les propuse que fuéramos todos hasta la casa, y yo les daría la cantidad que exigían por mi liberación. Iríamos de sorpresa, y podrían disponer de todo lo que encontraran, que era mucho.
Los secuestradores discutían entre ellos y me describían la manera como me despellejarían vivo si les mentía y no les daba el dinero prometido. Yo comprendí que había ganado algo de ventaja, y comenzó la negociación. El dinero era lo de menos, porque igual lo daba por perdido en esas circunstancias, pero quedaba la parte de ellos, que nada les importaba matarme después que les entregara el rescate. Por eso les pedí, como una condición para cerrar el trato que discutíamos, que me permitieran contarles cómo hice mi fortuna, pues quería que al menos alguien lo supiera para que no quedara en la nada. Convinieron en aceptarlo, no sé si por curiosidad, o para que disimular que estaban cerrando un trato honesto.
Le conté cómo llegué a dominar el arte de la negociación, y la manera más fácil de conseguir buenos negocios, sin riesgo de perder. Lo importante de respetar los convenios provechosos, y de desechar los que traen pérdidas por falta de visión. Me escucharon hasta el final, y yo sentí que había ganado una mano. Esa noche dormí más tranquilo. Al día siguiente les pedí que me dieran una ropa informal, y un gorro, para no despertar sospechas con los vecinos, al llegar a mi casa.
Lo que yo pensé, se cumplió en todos sus puntos. Mis parientes habían llegado a un acuerdo traidor entre ellos, para que los delincuentes me mataran, y quedarse legalmente con todo. Por eso no entregaron el dinero.
El asalto a la casa fue relativamente fácil, pues les facilité las entradas secretas. Todos estaban tomando y comentando qué haría cada uno con la parte que le tocó. Ninguno pudo moverse cuando me vieron. Sin hacerles saber que no estaba solo, les pedí que se fueran de la casa sin llevarse nada que no se hubieran ganado con su trabajo, y que no regresaran nunca, si querían salvarse de una cárcel segura. Uno de ellos intentó atacarme con el atizador de la chimenea, pero en eso aparecieron los delincuentes que ahora eran mis aliados, y los sometieron a golpes hasta que ya no pudieron moverse. Fui a la caja fuerte y les entregué el dinero a los nuevos socios y los amenacé con que todos habían sido grabados, y que lo mejor era que se fueran, pero que antes se llevaran a mis familiares, y los botaran desnudos en alguna carretera.
Eso es todo. Ahora vivo en otra ciudad y me llamo de manera distinta, pues morí en muchos sentidos, y los resucitados, al igual que Lázaro, prefieren no hablar de lo que vieron en los alrededores de la muerte.