La casa de los espíritus.
The Haunted and the Haunters or The House and the Brain, Edward Bulwer Lytton (1803-1873)
Uno de mis amigos, hombre de letras y filósofo, me dijo un día, medio en broma:
—Imagine usted, querido amigo, que he descubierto una casa frecuentada, en pleno centro de Londres.
—¿Realmente frecuentada? ¿Y por quién? ¿Por fantasmas?
—No puedo responder a esta pregunta. Esto es todo lo que yo sé: hace seis semanas, mi mujer y yo íbamos a la búsqueda de un apartamento. Al pasar por una calle tranquila vimos un cartel en una ventana. El lugar nos convenía. Entramos. Nos gustó. Alquilamos el lugar por semanas y... lo abandonamos al cabo de tres días. Nada en el mundo habría podido obligar a permanecer allí. Y debo decir que no me sorprendo de ello.
—Pero ¿qué vieron?
—Le ruego me perdone. No tengo ningún deseo de pasar por un supersticioso. Tampoco querría hacerle admitir, ante mi única afirmación, lo que usted no podría creer sin el control de sus propios sentidos. Déjeme decirle que no es lo que hemos visto y oído (pues podría usted creernos víctimas de nuestra imaginación, o de una impostura) lo que nos hizo salir de allí, como el indefinible terror que se apoderaba de nosotros cada vez que pasábamos por delante de la puerta de una habitación vacía, en la cual, por otra parte, jamás habíamos visto ni oído nada. Y lo más extraño, es que por primera vez en mi vida, estuve de acuerdo con mi mujer —necia, por otra parte— y le concedí que después de tres noches no era posible permanecer ni una más. La cuarta mañana, pues, llamé a la mujer que guardaba la casa y nos servía, le dije que las habitaciones no eran de nuestro agrado, y que no queríamos finalizar la semana. Ella respondió secamente:
—Ya sé por qué; ustedes, sin embargo, se han quedado más tiempo que ningún otro inquilino. Son pocos los que han permanecido dos noches. Y ni uno ha quedado a la tercera. Sin embargo, creo que han sido muy amables con ustedes.
—Ellos... ¿quiénes? —pregunté yo, simulando una sonrisa.
—¡Oh, pues... los que frecuentan la casa. Yo no me preocupo. Los recuerdo hace muchos años, cuando yo vivía en la casa, pero entonces no como criada. Sé que un día causarán mi muerte. Pero no me inquieto mucho pues soy vieja, y de todos modos moriría pronto. Y entonces, seguiré con ellos en la casa.
La mujer hablaba con una tranquilidad tan aterradora, que realmente fue una especie de temor lo que me impidió seguir la conversación. Pagué el alquiler de la semana, y mi mujer y yo nos sentimos muy afortunados al poder irnos tan pronto.
—Me intriga usted —dije—, y nada me gustaría tanto como dormir en una casa frecuentada. Deme la dirección, se lo ruego, de la casa que ha abandonado tan vergonzosamente.
Mi amigo me dio la dirección, y cuando nos separamos, me dirigí directamente a la casa indicada. Está situada en el lado norte de Oxford Street, en un lugar triste y respetable. Encontré la casa cerrada y nadie me respondió cuando llamé. Cuando iba a regresar, un muchacho que recogía botes de estaño por los alrededores, me dijo.
—¿Desea usted algo de esta casa, caballero?
—Sí, he oído decir que estaba vacía.
—La mujer que la guardaba murió hace tres semanas, y nadie quiere vivir allí aunque Mr. J... ofrezca mucho. Le ha ofrecido a mi madre que trabajaba en su casa durante el día una libra a la semana para abrir y cerrar las ventanas, y ella ha rechazado su oferta.
—¿Por qué?
—La casa está embrujada, y la mujer que vivía aquí, fue encontrada muerta en su cama, con los ojos abiertos. Dicen que el diablo la estranguló...
—¡Bah... habla de Mr. J.... ¿Es el propietario?
—Sí.
—¿Dónde vive?
—En G... Street, núm...
—¿Qué hace? ¿Qué negocios tiene?
—Nada, caballero, nada especial... un simple particular.
Di al muchacho la propina que merecía su información, y me fui a ver a Mr. J..., G... Street, cuya calle se encontraba en el extremo de la que desembocaba en la casa embrujada. Fui lo bastante afortunado como para encontrarle. Era un hombre de edad, de aspecto inteligente y maneras corteses. Le dije mi nombre, y le expliqué francamente el asunto. Le dije haberme enterado de que la casa estaba embrujada, que tenía, muchos deseos de ver de cerca una casa que gozara de una reputación tan equívoca, y que le estaría muy obligado si quisiera permitirme alquilarla, aunque no fuera más que por una noche. Estaba dispuesto a pagar este favor al precio que él quisiera.
—Caballero —me dijo Mr. J... con gran cortesía—, la casa está a su disposición por todo el tiempo que desee. El precio está fuera de discusión. Todas las ventajas serán para mí, si usted consigue descubrir la causa de los extraños fenómenos que la privan actualmente dé todo valor. No puedo alquilarla, pues me resulta imposible poner a una sirvienta para mantener el orden y abrir la puerta. Desgraciadamente, está encantada no solamente de noche, sino también de día. No obstante, por la noche, los fenómenos son más desagradables, y a veces de un carácter netamente alarmante. La pobre vieja que murió allí hace tres semanas, era una mendiga que había retirado de una casa de trabajo, porque en su infancia había sido conocida por alguno de mi familia, y otro tiempo había estado a punto de alquilar la casa de mi tío. Era una mujer de una educación superior, y de espíritusólido, la única, además, a quien pude convencer de que viviera en la casa. De hecho, desde su muerte repentina, y después de la encuesta del coronel que le dio una notoriedad en el vecindario, he acabado por desesperar de encontrar a alguien que la ocupe, y menos aún un inquilino, y la he retirado voluntariamente del alquiler durante un año, hasta que alguien pagara el interés y las cargas.
—¿Cuánto tiempo hace que esta casa tiene un renombre tan siniestro?
—Difícilmente podría decírselo, pero hace ya varios años. La vieja de la que le he hablado, decía que estaba ya encantada cuando ella la alquiló, hace de esto treinta o cuarenta años. El hecho es que yo he pasado toda mi vida en las Indias, al servicio de la Compañía. Volví a Inglaterra el año pasado para heredar la fortuna de uno de mis tíos, y entre otras cosas, estaba esta casa. La encontré cerrada y vacía. Tenía la reputación de estar encantada, y nadie quería vivir en ella. Yo me reía de esta historia que suponía vana. Gasté algún dinero en repararla, añadiendo a su mobiliario algunos objetos modernos, la puse en alquiler y la contraté por un año. El inquilino era un coronel de media paga. Llegó con su familia, una hija y un hijo y cuatro o cinco criados. Todos abandonaron la casa al día siguiente. Y aunque cada uno declaró haber visto una cosa distinta de los demás, lo que todos habían visto era igualmente aterrador. No podía, en conciencia, perseguir ni atacar al coronel por ruptura de contrato. Entonces alojé a la mujer de la que le he hablado, dándole permiso para alquilar la mansión. No he tenido jamás ni un solo inquilino que se haya quedado más de tres días. No le repetiré sus historias, pues los mismos fenómenos no se han repetido jamás dos veces. Vale, más que juzgue por usted mismo, y en vez de entrar en la casa con ideas preconcebidas, esté preparado únicamente a ver o a oír algo anormal y adopte todas las precauciones que le apetezcan. Sí. Pasé en ella, no solamente una noche, sino tres horas a plena luz. Mi curiosidad no quedó satisfecha, sino enfriada. No tengo deseo alguno de renovar la experiencia. No puede achacarme, caballero, que no sea lo suficientemente franco. A menos que su interés no esté excitado en alto grado, y sus nervios extremadamente templados, añadiré honradamente que le aconsejo que no pase ni una noche en esta casa.
—Mi interés está sumamente excitado —repliqué—, y aunque sólo un cobarde se atreve a presumir de sus nervios en situaciones totalmente extrañas y fuera de lo corriente, los míos han estado de tal modo habituados a toda clase de peligros, que tengo derecho a contar con ellos, incluso en una casa embrujada.
Mr. J... no añadió nada. Tomó de su escritorio las llaves de la casa, me las dio y, tras agradecerle cordialmente su franqueza y su amabilidad, me llevé mi trofeo. Una vez en mi casa, impaciente por la experiencia, llamé a mi hombre de confianza, un joven de espíritu alegre, de temperamento poco temeroso y tan desprovisto de prejuicios supersticiosos como el que más.
—F... —dije—, ¿recuerdas en Alemania, cuán decepcionados estuvimos al no encontrar fantasmasen aquel viejo castillo que decían que estaba encantado por una aparición sin cabeza? ¡Pues bien!, he oído hablar de una casa en Londres que, tengo razones para creerlo, está realmente encantada. Tengo la intención de ir a pasar la noche allí. Por lo que me han dicho, no hay duda que hay que ver y oír cosas horribles. Si te llevo conmigo, ¿puedo contar con tu presencia de espíritu suceda lo que suceda?
—¡Oh!, señor, tenga confianza en mí, se lo ruego —respondió F...
—Muy bien; aquí están las llaves de la casa, y aquí la dirección. Ve, escógeme una buena habitación, y puesto que el lugar está deshabitado desde hace varias semanas, enciende un buen fuego, airea las habitaciones y asegúrate de que hay candelabros y combustible. Toma mi revólver y mi daga, y ármate tú también así, y si no estamos equipados contra una docena de fantasmas, somos una mala pareja de ingleses.
Tenía que resolver el resto del día, asuntos tan urgentes, que no volví a tener tiempo de pensar en la aventura nocturna en la que había comprometido mi honor. Cené solo y muy tarde, y leí mientras comía, según mi costumbre. Escogí uno de los volúmenes de ensayos de Macaulay. Me dije que me llevaría el libro conmigo. Había en aquel volumen tanta vida y tanta realidad, que me serviría de antídoto contra las influencias perniciosas de la superstición. Me lo puse en el bolsillo y, hacia las nueve y media, me dirigí tranquilamente hacia la casa embrujada. Llevaba conmigo uno de mis perros favoritos, atrevido y vigilante, al que le gustaba merodear por los rincones oscuros y los pasajes misteriosos, en busca de ratas; es decir el perro por excelencia, para la caza de los fantasmas.
Era una noche de verano, pero fresca, con un cielo oscuro y cubierto. Había claro de luna, una luna débil y sin brillo, pero era la luna al menos, y si las nubes lo permitían, después de medianoche el cielo se aclararía. Llegué a la casa, llamé, y mi criado acudió a abrirme con una alegre sonrisa.
—Todo perfecto, señor, y muy agradable.
—¡Oh! —dije yo, un poco contrariado— ¿No has visto ni oído nada extraño?
—Oh, sí, tengo que confesar que he oído algo extraño.
—¿Qué?
—Unos pasos detrás de mí, y una vez o dos un ruido muy ligero, como un suspiro muy cerca de mi oído, nada más.
—No pareces asustado.
—¡No lo estoy en absoluto, señor! Y la mirada valerosa del buen hombre, me aseguró al menos una cosa, y es que sucediera lo que fuese, no me abandonarla.
Estábamos en el vestíbulo, con la puerta de entrada cerrada, y mi atención se había apartado de mi perro. Había avanzado primero de bastante buen grado, pero se arrastraba ahora cerca de la puerta, gimoteando por salir. Cuando le hube acariciado la cabeza, y le hube animado, pareció reconciliarse con la situación y nos siguió a F... y a mí a través de la casa, sin separarse ni una pulgada de mi lado, en lugar de aventurarse hacia delante, como tenía por costumbre hacer en todos los lugares extraños.
Visitamos primero los sótanos, la cocina y las demás dependencias, especialmente las bodegas, donde descubrimos algunas botellas de vino cubiertas de telas de araña, y que, según todas las apariencias, no habían sido tocadas desde hacía años. Estaba claro que los espíritus no eran aficionados a la botella. No descubrimos ninguna otra cosa que fuera interesante. Había un siniestro patio rodeado de paredes húmedas, y en donde, gracias a la humedad por una parte, y por otra parte al polvo y al hollín nuestros pies dejaban huellas cenagosas. Allí apareció el primer fenómeno extraño, del que fui testigo en aquélla extraña mansión. Vi delante de mí, formarse en el mismo momento la huella de un pie, como si el pie estuviera allí. Me detuve, llamé a mi criado, y le mostré la cosa. Delante de aquella huella se dibujó inmediatamente otra. La vimos los dos. Avancé rápidamente hacia aquel lugar, y la huella avanzó, delante de mí; era una huella pequeña, como la de un niño. La impresión era demasiado débil para que pudiera distinguirse claramente su forma, pero a los dos nos pareció que debía ser la de un pie desnudo.
Este fenómeno cesó, cuando llegamos a la pared opuesta, y no se produjo a la vuelta. Subimos las escaleras, y entramos en las habitaciones de la planta bija, un comedor, un salón, y una tercera habitación más pequeña, las tres silenciosas como la muerte. Visitamos los salones que nos parecieron decorados recientemente y muy nuevos. En la habitación que daba a la fachada, me senté en un sillón. F... dejó sobre la mesa el candelabro que nos había iluminado. Le dije que cerrara la ventana. Cuando se volvía para hacerlo, una silla, abandonó silenciosa y rápidamente la pared de enfrente, y se paró delante de mí, a un metro aproximadamente de mi sillón.
—¡Vaya! —dije riendo a medias— esto es mejor que las mesas giratorias.
Mientras yo reía, mi perro volvió la cabeza y se puso a aullar.
F... no había visto el movimiento de la silla. En aquel momento trataba de tranquilizar al perro. Yo seguía observando la silla e imaginé ver entonces una figura humana, de un azul pálido vaporoso pero de un contorno tan impreciso, que difícilmente podía dar crédito a mis sentidos. El perro estaba tranquilo.
—Toma esta silla que está delante de mí, y vuélvela a poner junto a la pared. —le dije a F...
—¿Ha sido usted, señor? —preguntó, volviéndose bruscamente.
—¿Yo? ¿El qué?
—Algo me ha tocado. Lo he notado claramente en el hombro... justamente aquí, mire
—No —dije yo—. Pero tenemos aquí, a algún bromista y, aunque no podamos descubrir sus artificios, les prenderemos, antes de que logren asustarnos.
No nos quedamos por más tiempo en los salones; de hecho, eran tan húmedos y tan lúgubres que prefería subir a las habitaciones donde había fuego encendido. Cerramos las puertas con cerrojo, precaución que habíamos tomado en todas las habitaciones que habíamos explorado en la planta baja.
La habitación que mi criado había escogido para mí era la mejor del piso, grande, con dos ventanas a la calle. La cama de pilares, que ocupaba un gran espacio, estaba colocada delante del fuego, claro y brillante; una puerta en la pared izquierda, entre la cama y la ventana, comunicaba esta habitación con la que mi criado se había reservado para sí. Era ésta una pequeña habitación amueblada con un diván y no comunicaba con el rellano por ninguna otra puerta, más que por la que se abría a la habitación que yo ocupaba. A cada lado del hogar, había dos armarios sin cerradura formando cuerpo con el muro, y recubiertos del mismo papel de un castaño deslucido. Examinamos las estanterías.
Encontramos solamente cintas de vestidos femeninos, nada más, tanteamos los tabiques, evidentemente sólidos, y las paredes exteriores del edificio. Habiendo terminado la inspección de aquellos aposentos, tras haberme calentado unos instantes, y encendido mi cigarro, emprendí, acompañado de F..., nuevas investigaciones. Sobre el rellano aparecía otra puerta. Estaba cerrada con doble llave.
—Señor —exclamó mi criado, sorprendido—, he abierto esta puerta al mismo tiempo que las otras cuando vine antes. No ha podido ser cerrada por el interior, porque... Antes de que hubiera acabado la frase, la puerta, que ninguno de nosotros había tocado, se abrió tranquilamente por sí misma. Nos miramos un instante. El mismo pensamiento nos acudió a la mente. Alguna intervención humana, podía al fin ser descubierta. Me interné en la habitación, seguido de mi criado; una triste y pequeña habitación blanca, sin muebles, con algunas cajas vacías y cestos en un rincón, y una pequeña ventana cuyos postigos estaban cerrados; no había chimenea, y ninguna otra puerta además de la que habíamos usado para entrar; no había alfombra en el suelo, el parquet parecía muy viejo, desigual, remendado en algunos lugares según se veía por las planchas claras, pero ni un ser viviente, ni un lugar visible donde alguien hubiera podido ocultarse. Cuando inspeccionábamos con mayor detenimiento el lugar, la puerta que nos había dejado paso, se cerró con tanta tranquilidad como se había abierto.
En el primer momento, me sentí invadido de un indecible horror. No fue así con F...
—Dios mío, no crea que estamos atrapados, señor. De una patada, podría reducir esta hipócrita puerta a astillas.
—Prueba primero si puedes abrirla con las manos —dije yo—, mientras yo abro las ventanas y miro al exterior.
Quité los seguros de los postigos; la ventana se abría al patio que he descrito; no había ningún saliente visible, que cortara el corte a pico de la pared. El que bajara por aquella ventana, no se detendría antes de caer en las piedras del patio.
F.... entre tanto, había tratado vanamente de abrir la puerta. Daba vueltas a mí alrededor, y me pidió permiso para emplear la fuerza. Y debo reconocer con toda justicia, que lejos de despertarse en él terrores supersticiosos, la tranquilidad de sus nervios y su alegría inquebrantable en circunstancias tan extrañas, excitaron mi admiración, y tuve, que felicitarme por tener un compañero tan bien adaptado a todas las situaciones.
Le dí permiso. Pero aunque era un hombre poco común, su fuerza fue tan inútil como su empeño. La puerta permaneció inquebrantable, a pesar de los vigorosos golpes. Jadeante y palpitando, se detuvo. Me encarnice a mi vez con la puerta, pero en vano. Cuando abandoné, la sensación de horror me anegó nuevamente, pero ahora era un horror más frío y más obsesionante.
Experimentaba como si una extraña y terrible exhalación se desprendiera de las hendiduras de aquel rugoso parquet, y llenara la atmósfera de una perniciosa influencia hostil a la vida humana. La puerta ahora se estaba abriendo otra vez, tranquilamente, como por su propia voluntad. Nos precipitamos al rellano. Vimos los dos una enorme luz pálida, que se movía delante de nosotros, y subía las escaleras desde el rellano hacia las azoteas.
Yo seguí al resplandor, y mi criado me siguió a mí. La luz entró a la derecha del rellano, en un granero cuya puerta estaba abierta. Yo entré al mismo tiempo. La luz se condensó en un minúsculo glóbulo excesivamente vivo y brillante; se inmovilizó un instante sobre una cama, en un rincón, luego se puso a temblar y desapareció. Nos acercamos a la cama y la examinamos; era una cama de dosel como se encuentran en los graneros reservados a los criados. Sobre la cómoda que había al lado, descubrirnos un viejo chal de seda muy estropeado, con una aguja olvidada en un desgarrón a medio coser.
El chal estaba cubierto de polvo, probablemente había pertenecido a la vieja que había muerto hacía poco en la casa, y aquella podía ser su habitación. Tuve la curiosidad de abrir los cajones; en ellos hablan viejos restos de ropas de mujer, y dos cartas atadas por una estrecha cinta de seda, de un amarillo endeble. Me tomé la libertad de apoderarme de las cartas. No encontramos en la habitación ninguna otra cosa digna de interés y la luz no volvió a aparecer. Pero oímos claramente, cuando nos disponíamos a salir, un ruido de pasos sobre el suelo, justamente delante de nosotros. Recorrimos las otras buhardillas, y los pases nos precedieron. No había nada que ver, sólo el ruido de pasos. Tenía las cartas en la mano. Cuando bajábamos las escaleras, noté claramente que algo rozaba mi muñeca y advertí como un ligero esfuerzo para quitarme las cartas. No hice otra cosa sino apretarlas y el esfuerzo cesó. Volvimos a la habitación, y entonces me dí cuenta de que el perro no nos había seguido. Estaba acurrucado junto al fuego, y temblaba. Yo estaba impaciente por examinar las cartas, y mientras leía, mi criado abrió una cajita donde había dejado las armas que yo le había ordenado que llevara. Las cogió, las dejó sobre la mesa a la cabecera de mi cama, y se puso a apaciguar al perro, que pareció no ocuparse demasiado de sus cuidados.
Las cartas eran breves, y llevaban fecha de treinta y cinco años antes. Eran evidentemente las cartas de un amante a su amante, o de un marido a su joven esposa. No solamente los términos, sino las alusiones a un precedente viaje, indicaban que su autor había sido marino. La ortografía y la escritura eran las de un hombre poco letrado, y el mismo lenguaje era violento. En los términos de ternura, se expresaba un rudo y salvaje amor; pero aquí y allá aparecían ininteligibles alusiones a un secreto, no un secreto de amor, sino algo parecido a un crimen.
Debemos amarnos —es una de las frases que recuerdo— Porque todos nos detestarían si supieran... No dejes que nadie duerma en la misma habitación que tú, pues hablas, mientras duermes. Lo que está hecho, hecho está. Y te repito que nada puede prevalecer contra nosotros, a menos que los muertos vuelvan a la vida.
Aquí había una frase subrayada, mejor escrita, que parecía trazada por una mano de mujer. Y lo hacen. Al final de la carta más reciente, la misma mano femenina había trazado estas palabras: perdido en el mar el 4 de junio, el mismo día que...
Dejé las cartas, y me puse a reflexionar sobre su contenido. Temiendo, sin embargo, que este tipo de pensamientos indispusiera mi sistema nervioso, y determinado a mantener mi espíritu en buen estado, en perspectiva de todo lo que aquella noche podía aún ofrecerme de maravilloso, me levanté, dejé las cartas sobre la mesa, aticé el fuego aún brillante y alegre, y abrí mi volumen de Macaulay. Leí tranquilamente hasta las once y media. Me eché entonces completamente vestido, en la cama, y permití a mi criado que se retirara a su habitación, recomendándole, no obstante, que se mantuviera despierto. Le rogué igualmente que dejara abierta la puerta entre nuestras habitaciones y, solo al fin, puse dos candelabros sobre la mesilla de noche. Dejé mi reloj al lado de las armas y cogí de nuevo el Macaulay. Delante de mí el fuego brillaba, y en el hogar el perro parecía dormir.
Al cabo de unos veinte minutos, sentí pasar como una flecha, junto a mi mejilla, una corriente de aire excesivamente fría. Pensé que la puerta de la derecha, que comunicaba con el rellano se había abierto, pero no, seguía cerrada. Miré entonces a la izquierda y vi que las llamas de las velas estaban inclinadas por un soplo tan violento como el viento. En aquel momento, el reloj que se encontraba al lado del revólver abandonó lentamente la mesa y aunque no había ninguna mano visible, desapareció. Habiéndome armado, me puse a mirar el suelo; no había rastro del reloj. Tres golpes sordos lentos, se oyeron claramente a la cabecera de la cama. Mi criado llamó.
—¿Es usted, señor?
—No. Estate alerta.
El perro se había levantado y, sentado sobre sus cuartos traseros, sus orejas se agitaban vivamente de atrás hacia delante. Tenía los ojos fijos en mí con una mirada tan extraña, que toda mi atención estaba atraída por él. Lentamente, se levantó, con el pelo erizado, y se quedó rígido, con la mirada salvaje. Mi criado, salia de su habitación, y si he tenido jamás la ocasión de ver el horror pintado sobre algún rostro humano, fue esta vez. Si le hubiera encontrado en la calle, no hubiera podido reconocerle, tan alterado estaba su rostro. Rápidamente, pasó junto a mí, diciendo en un soplo que parecía salir apenas de sus labios:
—Deprisa, deprisa, ¡está detrás de mí!
Llegó a la puerta del rellano, la abrió y se precipitó hacia abajo. Yo le seguí involuntariamente, gritándole que se detuviera. Pero sin oírme, bajaba dando tumbos por la escalera, golpeando la baranda, y saltando varios peldaños a la vez. Desde donde yo estaba, oí que abría la puerta de la calle y la cerraba detrás de sí. Estaba solo en la casa embrujada.
Por un instante, permanecí indeciso, no sabiendo si seguir a mi criado. El orgullo y la curiosidad me impidieron esta huida humillante. Me reintegré a mi habitación, cerrando la puerta detrás de mí, y me dirigí prudentemente hacia el gabinete interior. No vi nada que justificara su terror. Examiné cuidadosamente las paredes, para ver si existía alguna puerta oculta. No encontré rastro alguno, ni una hendidura en el papel castaño del tapizado.
¿Cómo había entrado, pues, en aquella habitación, fuese lo que fuese lo que le había aterrado, sino a través de la mía? Volví a mi habitación, cerré con doble llave la puerta de comunicación y me mantuve dispuesto y atento a la menor alarma. Advertí que el perro se habla retirado a un rincón de la habitación, y se apretaba contra la pared, como si hubiera querido abrirse paso con todas sus fuerzas. Fui hacia él y le hablé. La pobre bestia estaba evidentemente aterrorizada. Mostraba los dientes, la saliva le manaba de la boca, y ciertamente me hubiera mordido si la hubiera tocado. No parecía reconocerme. Aquel que ha visto en el jardín zoológico un conejo fascinado por una serpiente, acurrucándose en un rincón, puede formarse una idea del terror que el perro parecía experimentar. Todos mis esfuerzos para apaciguarle fueron vanos, y temiendo que su mordedura fuera, en el estado en que se encontraba, tan peligrosa como la de un perro rabioso, le dejé, coloqué mis armas sobre la mesa, al lado del fuego, me senté y volví a mi Macaulay.
Con el objeto de que no parezca que trato de hacer creer al lector que me hallaba en posesión de mayor valor, o presencia de ánimo de lo que puede concebir, voy a introducir aquí, y ruego me perdonen, una o dos observaciones personales.
Como yo creo que la presencia de ánimo, o lo que se llama valor, es proporcional a la costumbre de encontrarse en circunstancias que lo reclamen, diré que yo estaba más que suficientemente familiarizado con los fenómenos maravillosos. Había encontrado casos realmente extraordinarios en diferentes partes del mundo, casos que, si tuviera que relatarlos, no serían dignos de crédito alguno, y no serían tenidos en cuenta como influencias sobrenaturales. Mi teoría es que lo sobrenatural se confunde con lo imposible y que lo que es reconocido como tal, proviene simplemente de la aplicación de leyes naturales que ignoramos. Así, pues, si un fantasma se me aparece, yo no tengo derecho a decir: Vaya, existe lo sobrenatural, sino Vaya, la aparición de un espíritu, contrariamente a lo que había creído hasta ahora, entra en el dominio de las leyes naturales y no de las sobrenaturales
este relato fue extraido del siguiente blog http://elespejogotico.blogspot.com/2009/05/la-casa-de-los-espiritus-edward-bulwer.html