Apenas dista una veintena de kilómetros de un lugar que fue un bosque sagrado para los antiguos celtas, que lo habían dedicado a una de sus principales divinidades, Lug y donde los romanos levantaron una ciudad y una empalizada que, a menor escala, desde luego, pero comparativamente hablando, ejercía similares funciones a las del famoso muro de Adriano en la también brumosa Britania, para mantener a raya a los pueblos conquistados: Lugo. Tampoco queda dentro de las lindes del Viejo Camino o Camino Francés, a su paso por la provincia, pero la insignificante distancia que lo separa de éste, apenas tres kilómetros, supone un esfuerzo menor que muchos peregrinos, posiblemente atraídos por los reclamos, más persistentes en la actualidad, se arriesgan a afrontar tan ínfimo desvío, posiblemente sabiendo que van a ver algo verdaderamente especial, que no les dejará en modo alguno indiferentes y que, de hecho, supondrá otra de las múltiples experiencias del Camino, dignas de contar y recordar: el Ninfeo de Santa Eulalia de Bóveda.
En Bóveda, como en muchísimos otros lugares de esta vieja piel de toro que es España, la llegada del Cristianismo supuso una ruptura muy poco convencional con los antiguos cultos, a los que había que eliminar por decreto, aunque eso supusiera reducir a escombros sus principales santuarios. Por alguna extraña razón, aún no desvelada por historiadores y arqueólogos, tal destrucción no se llevó a cabo con este formidable santuario de origen romano. Por lo menos, no al modo convencional, sino que se enterró y encima se levantó una iglesia. Una iglesia que, de hecho, en nada recuerda al templo original y apenas ofrece interés, al menos exteriormente hablando. Este hecho -seguramente motivado por la persistencia con que las gentes, sobre todo las enfermas, acudían al lugar-, trajo, cuando menos, la feliz coincidencia de que el monumento se conservara en un estado excelente. Felicidad que, desde luego, duró muy poco, pues cuando se descubrió, a comienzos del pasado siglo XX, la insensatez, unida a la desidia y la poca habilidad de unos obreros que en absoluto tenían conocimiento del valor intrínseco de aquello que tan chapuceramente estaban manejando, hizo que el mundo, y también la Historia, perdiera la mayor parte de un monumento único que, como hemos dicho, y por esas curiosas paradojas del destino, había escapado al terrible furor de los primeros misioneros.
Como consecuencia de estas terribles paradojas y burlas del destino, del Ninfeo de Bóveda, ya no queda esa suntuosidad de sus dos pisos, ni tampoco el lustre de los costosos bloques de mármol que recubrían la parte inferior de sus paredes, resaltando las maravillosas pinturas. Unas pinturas, que representan, en sus elementos, una conjunción simbólica entre dos mundos antagónicos como son la Tierra y el Cielo, entre los que se desliza, atrapado en esa invisible escala angélica, el Espíritu del hombre. Un espíritu, que acudía al Santuario de Bóveda, atraído por sus cualidades salutíferas, como así queda todavía constancia, en algunos grabados que, aún a duras penas, sobreviven al embite mortal del tiempo. Grabados -similares a otros muchos que todavía se localizan en diversos lugares, como fragmentos descabalados de un inmenso puzzle monumental - que muestran las danzas rituales en honor de las divinidades; a personajes cojos o inválidos que acudían al santuario en busca de una salud perdida o deteriorada, o a esa figura de una sacerdotisa encinta, celebrando los oficios junto a la figura homónima de un sacerdote, y para más misterio, ya que en Camino de Santiago o mejor dicho, muy cerca de éste estamos, la figura inconfundible de todo un símbolo vital: la oca.
No es cuestión de extenderse, porque el tema daría para escribir auténticos ensayos, pero sí de rendir una sentida pleitesía a un lugar que merece, desde luego, una atención especial y que, aún después de todas las pérdidas, podría ofrecernos una visión más abierta y excepcional de nuestro rico y exuberante pasado.